domingo, 12 de agosto de 2007

Teoría de la emergencia o biología de las emociones.

VOLUMEN: 6 NÚMERO: 13

LA EMOCIÓN DESDE EL MODELO BIOLÓGICO

Francesc PalmeroDpto. Psicología Básica, Universidad Jaume I de Castellón (Spain)

INTRODUCCIÓN
A partir de las formulaciones cartesianas, en las que se considera la enorme importancia de las variables biológicas, así como la relevante aportación de Darwin, que marca un hito insoslayable en la investigación emocional, se desarrolla una seria perspectiva que llega hasta la actualidad con importantes aportaciones. La combinación de esos dos argumentos ha dado lugar a una de las formulaciones más atractivas en el ámbito emocional.
En efecto, la obra de Darwin: The Expression of the Emotions in Man and Animals (1872) marca el inicio de las posteriores investigaciones centradas en los aspectos evolucionistas. Aunque algunos autores (Carlson y Hatfield, 1992) prefieren hablar de las teorías evolucionistas en tanto que orientaciones expresivas, consideramos que los factores biológicos constituyen un criterio válido y nos permite seguir nuestra estructuración general. Las aportaciones de Darwin representan el fundamento de lo que posteriormente serán las formulaciones biológicas y las formulaciones expresivas. El hecho de incluir la argumentación de Darwin en el apartado biológico se debe a que, sin ninguna duda, representa el origen de prácticamente todas las teorías biológicas sobre la emoción.
En esencia, Darwin, basando biológicamente sus premisas, establece que los movimientos corporales y las expresiones faciales cumplen un papel de comunicación entre los miembros de una especie, transmitiendo información acerca del estado emocional del organismo. Las emociones, así como la expresión de las mismas, son innatas, aunque se admite la posibilidad de que los factores de aprendizaje puedan ejercer algún tipo de influencia sobre la expresión. Precisamente, esta posible influencia de los factores de aprendizaje permite que las emociones evolucionen a través del tiempo para incrementar la probabilidad de que el sujeto y la especie se adapten a las características cambiantes del ambiente externo.
La aproximación de Darwin al estudio de las emociones ha sido catalogada como una argumentación basada en el feedback facial (Tomkins, 1963). Sin embargo, como propone recientemente Heilman (2000), este tipo de razonamientos tiene connotaciones circulares. En efecto, si, como se propone desde una postura basada en el feedback facial, es la expresión facial de una emoción lo que induce la experiencia subjetiva de esa emoción, ¿cómo se explica lo que induce esa expresión facial?, ¿es la experiencia subjetiva de la emoción? Por otra parte, si el feedback facial induce la experiencia subjetiva de una emoción, ¿significa eso que en ausencia de una expresión facial no se puede experimentar subjetivamente una emoción? Son aspectos a los que no puede dar una respuesta la hipótesis del feedback facial. Mucho más cuando, como es el caso, actualmente se conoce que la expresión voluntaria o fingida de una emoción se encuentra controlada por estructuras neuroanatómicas (las proyecciones cortico- bulbares), cuya participación en la expresión auténtica y espontánea de las emociones no está confirmada.
Según la propuesta de Darwin, la expresión de las emociones se encuentra modulada por tres principios: a) Principio de los hábitos asociados con la utilidad, según el cual el modo en que los organismos expresan las emociones ha tenido un valor adaptativo en el pasado, sea éste relativo al sujeto, sea relativo a la especie. Según Darwin, las expresiones emocionales fueron originalmente aprendidas y, a causa de su utilidad, se convierten en innatas, transmitiéndose a las subsiguientes generaciones. Es decir, se produce una evolución desde los hábitos aprendidos hasta los rasgos heredados. b) Principio de antítesis, según el cual se argumenta que la expresión de emociones opuestas implica también tipos opuestos de conducta. Además, cuando un sujeto siente un estado directamente opuesto al que requiere la situación, experimenta una tendencia involuntaria a expresar conductualmente ese sentimiento, aunque no tenga un claro valor adaptativo para sí mismo. c) Principio de la acción directa del sistema nervioso excitado, según el cual, debido a que con los otros dos principios no se pueden categorizar todas las emociones, Darwin apunta que algunas expresiones emocionales aparecen únicamente porque se producen cambios en la actividad del sistema nervioso.
El planteamiento general de Darwin enfatiza la idea de que las emociones y su expresión han tenido valor adaptativo en el pasado; si se mantienen vigentes en la actualidad es porque sirven para comunicar el estado interno de un sujeto a otro. La consideración del valor adaptativo de las emociones, tema tratado por diversos autores (Wilson, 1975; Izard, 1977; Plutchik, 1980), puede ser abordado de tres formas posibles: a) observando si las emociones benefician al propio sujeto, incrementando su felicidad; b) observando si las emociones incrementan la probabilidad de que una especie sobreviva y se reproduzca; c) observando si las emociones son simples reminiscencias del pasado.
Los seguidores más directos de los planteamientos evolucionistas de Darwin son los etólogos. En el ámbito de la Emoción, la Etología se ha centrado fundamentalmente en el estudio de los movimientos expresivos de los organismos. En este orden de cosas, nos parece relevante reseñar que Eibl-Eibesfeldt (1970), discípulo de Lorenz, ha puesto de relieve cómo entre los etólogos no se considera la Emoción como algo separado de la Motivación; más bien, ambos procesos son considerados como dos denominaciones para referirse al mismo concepto: la acumulación de energía específica para la acción. En cualquiera de los casos, algunos aspectos merecen ser destacados entre los planteamientos etológicos, a saber: los movimientos de intención y los estímulos no verbales. Los movimientos de intención se refieren a los patrones de conducta que acompañan a la expresión emocional; son movimientos que avisan de, o anteceden a, la aparición de una emoción. Los estímulos no verbales se refieren a las expresiones faciales, los gestos y gritos que acompañan a la conducta emocional. Los ya famosos trabajos de Miller (Miller, Caul y Mirsky, 1967) ponen de relieve la importancia de los estímulos no verbales entre sujetos de especies inferiores. En humanos, Buck, Miller y Caul (1974) han puesto de relieve prácticamente las mismas conclusiones (interesantemente, las mujeres comunican mejor que los hombres los estímulos no verbales de la emoción, probablemente a causa de la educación diferencial recibida). Estos autores concluyen diciendo que la expresión emocional es innata, pero puede ser alterada por la experiencia y el aprendizaje. Los mismos resultados obtiene Rosenthal (Rosenthal, Archer, DiMatteo, Koivumaki y Rogers, 1974). Por otra parte, también desde un planteamiento claramente etológico, Dixon (1998) ha puesto de relieve la naturaleza adaptativa de las estrategias de defensa en algunos animales, enfatizando que el conocimiento de las mismas puede aportar mucha información a la hora de entender las estrategias no verbales de defensa utilizadas con mucha frecuencia por la especie humana. Igualmente, también con claras connotaciones etológicas, en las que con mucha facilidad se aprecia que se basan en argumentos que coinciden plenamente con las ideas más elementales del Evolucionismo, Griffiths (1997) se refiere a la importancia de los factores biológicos y de los aspectos sociales y culturales para entender lo que realmente son las emociones. Así, cabe hablar, por una parte, de aquellas emociones más biológicamente arraigadas, que representan la manifestación actual de los múltiples procesos de selección, y que, en cierta medida, suponen un éxito en la evolución filogenética. Estas emociones se activan cual si de reflejos se tratase, pues se disparan automáticamente cuando aparece el estímulo especialmente apropiado. Son emociones comunes, con muy poca variación intercultural, pudiéndose decir de ellas que son universales. Entre estas emociones se encuentra el miedo, la ira, la tristeza y la alegría. Por otra parte, se encuentran aquellas emociones en las que las influencias sociales y culturales son importantes. Se trata, en este caso, de emociones que no cumplen la característica de la universalidad, ya que, dependiendo de las connotaciones culturales, así será la influencia que recibirán los individuos de ese grupo a la hora de experienciar y expresar tales emociones. Entre ellas se encuentran la culpa y la envidia.
Lo que enfatiza el acercamiento etológico al estudio de las emociones es la particular dimensión social de tales procesos. Es necesario descubrir cómo, desde el nacimiento, las emociones juegan un papel básico en la dinámica grupal, tanto en los seres humanos como en las especies inferiores. El desarrollo natural de cada individuo, unido a las influencias sociales, culturales, ambientales en general, van diseñando el perfil emocional expresivo que caracterizará a ese individuo el resto de su vida. Es éste un perfil lo suficientemente aceptado en el grupo para permitir que dicho individuo no produzca fricciones en las interacciones que llevará a cabo. Por esa razón, como proponen algunos autores (Haviland y Walker-Andrews, 1992), lo importante en este tipo de consideraciones es el papel expresivo y comunicativo de la emoción, el cual se relaciona con las interacciones personales, así como con la organización de la propia conducta.

EL FISIOLOGICISMO
Con claras influencias de las aportaciones evolucionistas y de las raíces filosóficas, surgen diversas aproximaciones interesantes, entre las que merecen ser reseñadas las de McDougall y James, así como las críticas que formuló Cannon a esta última.
McDougall (1908/1950, 1928) pone de relieve la capacidad que tiene un organismo para acercarse a las metas beneficiosas, hecho éste que representa un aspecto importante en Psicología, ya que todas las conductas se encuentran regidas por un principio básico: aproximarse hacia lo que produce placer y evitar lo que produce dolor. Sin embargo, estos dos "sentimientos", según la terminología de McDougall, no son suficientes para entender el funcionamiento del ser humano, que debe ser considerado como un organismo cognitivo y con expectativas. Cuando expusimos la evolución teórica de la Psicología de la Motivación, ya hicimos referencia a la importancia que tienen para McDougall los instintos, los cuales posibilitan todos los pensamientos y acciones. De hecho, McDougall proponía que toda conducta es instintiva. Los instintos también tienen un componente afectivo, que se refleja en cambios viscerales y corporales. En esta argumentación, tal como señalara hace algunos años Strongman (1978), la percepción produce la emoción.
La concepción de McDougall ha pasado desapercibida sistemáticamente (Austin y Vancouver, 1996; MacLeod, 1999); sin embargo, el estudio de las cogniciones prospectivas y su relación con la emoción es un ámbito imprescindible para entender la Emoción y la Motivación en su sentido más amplio. En efecto, la representación de una meta, así como la dimensión afectiva asociada a la eventual consecución de la misma (ambas variables consideradas en forma de expectativas) se encuentran en la base explicativa de cualquier conducta. Tal como indica Valentine (1992), las aportaciones de McDougall y de Tolman no tienen que ser ignoradas cuando se intenta profundizar en este campo de estudio.
Así, McDougall (1908/1950) pone de relieve que la experiencia de la emoción tiene lugar cuando un instinto es activado. La finalidad de los instintos es conseguir la adaptación del sujeto a su medio ambiente. A través de la evolución, las metas del hombre han resultado más específicas, por tanto las conductas orientadas a esas metas devienen más especializadas. El resultado, en opinión de McDougall, es un más preciso ajuste corporal, de tal suerte que cada uno de estos bien diferenciados ajustes produce una emoción primaria. Cuando dos o más de estas reacciones corporales primarias coinciden en el tiempo se produce una emoción secundaria. En este punto, McDougall intenta diferenciar entre emociones y sentimientos. Concretamente, las emociones han aparecido antes en el desarrollo filogenético, mientras que los sentimientos, que son el resultado del funcionamiento cognitivo, son una peculiaridad del ser humano.
Tal como expusimos anteriormente, McDougall presenta una larga lista de conductas instintivas. Entre ellas se encuentran las siguientes: huida, repulsión, combate/lucha, curiosidad, gregarismo, búsqueda de alimentos, autoafirmación, adquisición, apareamiento/reproducción, construcción. McDougall, además, plantea siete emociones básicas. Estas emociones son: miedo, asco, cólera/ira, admiración, sentimientos negativos, sentimientos positivos y cariño. Además, McDougall defiende que muchas experiencias emocionales se producen por combinación de algunas emociones básicas.
Por su parte, James ha marcado un hito en la historia de la Psicología de la Emoción. Hasta 1884, fecha en la que James publica su celebérrimo trabajo ¿Qué es una emoción?, la consideración del sentido común hacía pensar que la percepción de un estímulo provocaba una emoción, y ésta ocasionaba la aparición de cambios corporales. James se pregunta: ¿qué ocurre antes, la experiencia de la emoción o la activación fisiológica? En este marco teórico, la formulación de James (1884/1985) y de Lange (1885/1922) introduce una importante modificación respecto a la concepción que se tenía hasta entonces. Concretamente, para James y Lange, la emoción no se deriva directamente de la percepción de un estímulo, sino que éste ocasiona unos cambios corporales, cuya percepción por parte del sujeto da lugar a la emoción. En este sentido, es importante destacar que, para James, las reacciones viscerales y las reacciones corporales motoras son igualmente importantes y centrales para los estados emocionales; sin embargo, para Lange, el énfasis se debe poner en los cambios vasculares, fundamentalmente en la presión sanguínea. Es decir, el inicial proceso conformado por tres momentos según un determinado orden (estímulo-emoción-cambios corporales) se convierte en un proceso diferente en el que los momentos se invierten (estímulo-cambios corporales-emoción); en este caso, los cambios corporales en general son los que dan lugar a la experiencia de la emoción.
Así pues, en esta argumentación, denominada genéricamente "Teoría de James-Lange", el principal punto se sitúa en el hecho de que el feedback aferente desde las vísceras y músculos esqueléticos produce la emoción, razón ésta por la que la formulación de James y Lange también recibe el nombre de Teoría periférica de la emoción, aunque también ha sido denominada Teoría del feedback visceral, porque son las aferencias viscerales las que dan lugar a la experiencia de la emoción. Como argumenta el propio James, la emoción es la percepción de la activación fisiológica (cambios corporales). Es decir, algunos eventos del ambiente producen un patrón específico de cambios corporales; este patrón específico es identificado por el cerebro como perteneciente a una emoción particular, tras lo cual se produce la experiencia de dicha emoción.
Como ejemplo de la enorme repercusión que ha tenido y sigue teniendo la teoría de la emoción de James, a este tipo de argumento se le ha denominado Teoría de la identidad de la emoción (Beck, 2000), pues en él se propone la existencia de una relación específica entre la experiencia de una emoción concreta y la activación de unos cambios fisiológicos particulares. Como hemos podido apreciar a lo largo de las distintas manifestaciones teóricas desde James hasta la actualidad, éste es uno de los argumentos más atractivos de la teoría de James, ya que se encuentra implícita la idea de especificidad psicofisiológica asociada a cada emoción. Junto a otros aspectos que abordaremos a lo largo de nuestra exposición, probablemente el asunto de la especificidad psicofisiológica ha posibilitado que la teoría de James siga vigente en la actualidad.
A pesar de su relevancia, tal como se ha podido constatar a lo largo de los años, en la argumentación de James existen dos aspectos que no llegaron a ser aclarados por el autor en sus formulaciones clásicas (James, 1884, 1890). Por una parte, James no explica qué es lo que ocurre cuando se percibe el estímulo para que el organismo reaccione del modo que lo hace y no de otro; es un paso intermedio indispensable para entender la propia respuesta corporal, ya que en ese momento tiene lugar un proceso de evaluación y de valoración que, cuando el estímulo tiene significación personal, da lugar a las respuestas particulares que ocurren. Por otra parte, James tampoco aclara qué es lo que sucede cuando se produce la percepción de los cambios corporales que están ocurriendo; no explica el proceso de evaluación que tiene lugar en ese momento preciso, y que permite que la persona identifique esos cambios corporales concretos y decida que se corresponden o pertenecen a una emoción particular. Aunque la persona no sea consciente de la ocurrencia de esos procesos de evaluación y de valoración, es evidente que se producen, pues de ellos dependen, en primer lugar, el patrón de respuesta que manifiesta la persona, y, en segundo lugar, la experiencia de la emoción. En este marco de referencia, queremos enfatizar la elegancia y modestia de James cuando, consciente de su equivocación, rectifica su propuesta original. Creemos que es pertinente recordarlo porque, cuando se habla de la teoría de las emociones de James, sistemáticamente se hace referencia a su conocido artículo "Qué es una emoción", publicado en Mind en 1884, para, inmediatamente después, comentar que donde desarrolla exhaustivamente su teoría de la emoción es en los Principios de Psicología, editado en 1890. Sin embargo, salvo contadas excepciones (Ellsworth, 1994a; Lyons, 1999; Scherer, 1996b, 1999), son pocos quienes se refieren al trabajo de James (1894), en el que reconoce su error al formular la teoría, admite la importancia de la valoración, y establece que los cambios fisiológicos y corporales son producidos por la significación personal que posee el estímulo o situación para el bienestar del organismo.
En cualquier caso, más allá de los errores en la formulación, el reto que propuso James sigue siendo un objetivo a alcanzar. De hecho, como quiera que la argumentación de James se centra en la diferenciación emocional a partir del feedback periférico de los cambios corporales y fisiológicos, la posible identificación de las emociones a partir de su perfil psicofisiológico, o, lo que es lo mismo, la correspondencia entre una emoción concreta y un patrón psicofisiológico particular, es algo muy atractivo para los investigadores. En este orden de cosas, como veremos en un punto posterior, Damasio (1998, 1999, 2000) está tratando de localizar esa correspondencia entre consciencia de la emoción y perfil psicofisiológico, aunque ha reorientado este último factor hacia las estructuras neurobiológicas que posibilitan dicho perfil psicofisiológico.
La formulación de James (1884/1985), además, posee el valor de ser la primera teoría psicológica formulada sobre la emoción. Aunque había habido muchas aportaciones en el campo de la emoción, sin ir más lejos los propios maestros de James, entre ellos Descartes, con James se pone la primera piedra en la construcción de la Psicología de la Emoción. Se puede plantear que James aporta la primera teoría en la cual se asume la existencia de emociones concretas, las cuales poseen una base claramente instintiva, y pueden ser separadas y diferenciadas de ciertos sentimientos. Así, los estímulos que proceden de colores y sonidos producen sentimientos no emocionales, distribuyéndose a lo largo de un continuo o dimensión "placentera-displacentera". Estos aspectos han influido considerablemente en las posteriores teorías y argumentos propuestos.
Relacionada con su impacto y su novedad, la teoría de James tiene también en su haber la gran actividad crítica que suscitó entre diversos investigadores, quienes argumentaron posiciones contrarias a las formuladas por el autor. Entre las críticas más minuciosamente conocidas se encuentran las que formuló Cannon. De hecho, en cierto sentido, se podría afirmar que la teoría de la emoción de Cannon surge como resultado de las críticas que éste realiza a la teoría de la emoción de James. La fundamentación de la crítica de Cannon (1914, 1927, 1928, 1931) se centra en la formulación que había propuesto James al equiparar la emoción con los cambios corporales. De ahí se sigue que: a) distintas emociones deben ir acompañadas de diferentes estados corporales, b) las emociones pueden ser manipuladas con drogas que tienen efectos corporales particulares. Así, basándose en gran medida en los trabajos de Bard (Bard, 1928; Bard y Rioch, 1937), Cannon establece cinco argumentos que cuestionan las afirmaciones de James: 1) los cambios corporales que, según James, proporcionan el feedback al cerebro para originar la emoción pueden ser eliminados completamente sin perturbar las emociones de un organismo; 2) los cambios corporales que se producen en los estados emocionales no son específicos de una emoción, ya que algunos cambios corporales son comunes a varias emociones; 3) los órganos internos, que supuestamente proporcionan el feedback al cerebro para la experiencia emocional, no son estructuras muy sensitivas; en concreto, el número de fibras nerviosas que procede de los órganos internos y se dirige al cerebro -eferencias de los órganos internos hacia el cerebro- está en una proporción de 1:10 respecto al número de fibras nerviosas que procede del cerebro y se dirige a los órganos internos -aferencias de los órganos internos desde el cerebro-; 4) los cambios que ocurren en los órganos internos son demasiado lentos para producir la emoción; muchas veces, la experiencia de la emoción es inmediata, mientras que el feedback desde los órganos internos hasta el cerebro puede tardar varios segundos; por lo tanto, la emoción ocurre antes de que culmine el circuito de feedback; 5) la manipulación experimental del organismo para producir cambios corporales no produce una verdadera emoción. Estos argumentos ponen de relieve que los patrones psicofisiológicos asociados con las emociones no son lo suficientemente específicos como para permitir la diferenciación entre las emociones.
Cannon defiende que las emociones anteceden a las conductas, pues su misión fundamental es preparar al organismo para las situaciones de emergencia, pero los cambios corporales y las emociones se producen prácticamente al mismo tiempo, a diferencia de la teoría de James, en la que los cambios corporales anteceden a la emoción. En diferentes ocasiones, la teoría de Cannon ha sido considerada como un planteamiento talámico, como la primera de las teorías de emergencia, o como una teoría neurofisiológica. Esta última denominación se debe, en parte, a los experimentos de Bard (1934), quien había podido constatar que los gatos decorticados eran capaces de mostrar respuestas de rabia, haciendo pensar que los mecanismos implicados en este tipo de reacciones afectivas se encontraban situados subcorticalmente. De forma independiente, Cannon y Bard habían llegado a las mismas conclusiones, de ahí la denominación genérica de Teoría de Cannon-Bard. Cannon plantea que la activación que ocurre con las emociones depende de una cadena de eventos que se inicia con la incidencia de un estímulo ambiental sobre los receptores, los cuales transmiten esta estimulación, a través del tálamo, hasta la corteza. Ésta, por su parte, estimula de nuevo al tálamo, que actuará según patrones particulares, correspondientes a particulares formas de expresión emocional. Habíamos visto cómo, para James, lo verdaderamente importante para que ocurra la emoción son los cambios fisiológicos ocurridos fuera del sistema nervioso central, por esa razón su planteamiento se denomina genéricamente Teoría periférica de la emoción. En cambio, para Cannon, lo verdaderamente importante en la ocurrencia de la emoción no se encuentra fuera del sistema nervioso central. Consiguientemente, con mucha frecuencia su planteamiento también ha sido denominado Teoría neural central de la emoción. Más adelante veremos la influencia de la teoría de Cannon en los planteamientos de otros autores que fundamentan sus ideas en los mecanismos centrales para localizar las estructuras neuroanatómicas de la emoción.
La argumentación de Cannon gira en torno a la idea de que la expresión de las emociones se debe única y exclusivamente a la activación de las neuronas talámicas. Concretamente, pensaba Cannon, la activación de las neuronas talámicas tiene dos funciones: por una parte, enviar un feedback informativo hacia la corteza, y, por otra parte, activar los músculos y las vísceras. La experiencia emocional y los cambios corporales ocurren prácticamente al mismo tiempo. Cannon pensaba que la emoción se encontraba asociada con la activación del sistema nervioso simpático, siendo el tálamo la estructura subcortical controladora de las emociones. Por esta razón, como señalamos, su argumentación se caracteriza por representar un enfoque centralista, donde las estructuras del tálamo -sustrato biológico de la experiencia emocional- y del hipotálamo -sustrato biológico del comportamiento emocional- juegan un importante papel.
Como se puede desprender de lo expuesto, para Cannon, más que la correspondencia directa entre una emoción particular y unos cambios fisiológicos particulares, existiría un sistema general de defensa que prepararía al organismo para enfrentarse a las situaciones aversivas mediante las conductas de lucha y huida. Por esta razón a la teoría de Cannon también se la suele denominar genéricamente "Teoría de la Emergencia", y, según este planteamiento, el organismo está programado para intentar mantener un nivel óptimo de activación y adaptación. Cuando el organismo experimenta emociones intensas, automáticamente comienza a hacer ajustes para recuperar el nivel óptimo. Las emociones señalan la existencia de una emergencia.
En esencia, los dos planteamientos expuestos defienden procesos de activación para explicar el tema de las emociones, de tal suerte que, como indica Scherer (2000), en la actualidad se puede concluir que ambos enfoques son, en parte, correctos. Por una parte, como señalaba Cannon, parece bastante evidente que las estructuras cerebrales juegan un importante papel en las emociones. Por otra parte, como señalaba James, también parece probable llegar a localizar los perfiles psicofisiológicos particulares asociados a emociones concretas. Pero, y esto es lo que modestamente consideramos más relevante, las aportaciones de James y de Cannon han supuesto la base para los avances que todavía en nuestros días se vienen realizando en el campo de las emociones. Así, como indicábamos, Antonio Damasio y Joseph LeDoux, por reseñar sólo dos de los autores que más relevancia poseen en este ámbito actualmente, podrían ser considerados como los representantes de las teorías de James y de Cannon, respectivamente.

LA ACTIVACIÓN
Corresponde plantear en este punto aquellos acercamientos que, en torno a los mecanismos de activación del organismo, intentan explicar las emociones. Como indicábamos anteriormente, en el apartado correspondiente a la evolución de los planteamientos en Psicología de la Motivación, en estos acercamientos se hace difícil establecer diferencias entre los términos "activación", "motivación" y "emoción". Por esa razón, aunque en términos generales nos remitimos a lo expuesto en dicho epígrafe, nos detendremos en las aportaciones concretas de algunos autores por revestir cierta trascendencia en el estudio de la emoción. Dichas aportaciones corresponden a Duffy (1934, 1962, 1972), Lindsley, Schreiner, Knowles y Magoun (1950), Lindsley (1951) y Lacey (1967).
Duffy (1934) plantea que la emoción consiste en la movilización de energía en un organismo para que éste lleve a cabo una actividad intensa. Esto es: la movilización de energía es la emoción. Como fácilmente se puede apreciar, el planteamiento de Duffy es bastante parecido al que defiende Cannon cuando éste se refiere a la Teoría de la emergencia en la emoción en términos de preparación del organismo para ofrecer una respuesta de lucha o huida. Así, el sistema que propone Duffy es completamente homeostático. Debido a los cambios constantes que se producen en el ambiente al que se enfrenta el sujeto, éste también experimenta constantes cambios en su nivel de activación, para lograr adaptarse de la mejor forma posible a las demandas impuestas por el ambiente. La fundamentación del planteamiento de Duffy consiste en una premisa fundamental: la conducta puede ser descrita en términos de los parámetros de dirección -aproximación o evitación- y de intensidad -rápida o lenta, vigorosa o tenue- de la misma. Precisamente, este aspecto será retomado por Lindsley (1951) para proponer que la emoción se encuentra determinada por la actividad neural en el troncoencéfalo.
El argumento inicial fue mantenido posteriormente por la autora (Duffy, 1962, 1972), proponiendo que la descripción de cualquier conducta en un momento dado se debe explicar mediante dos aspectos básicos: activación, entendida como sinónimo de intensidad, y dirección, entendida como sinónimo de la dimensión aproximación-evitación. Tanto la activación como la dirección de la conducta pueden ser aplicadas perfectamente a cualquier forma de manifestación conductual, sea ésta abierta y manifiesta o encubierta. Los dos conceptos interactúan entre sí, aunque pueden ser medidos de forma independiente. De los dos componentes esenciales (activación y dirección), Duffy plantea que la activación es el más importante, ya que es una dimensión que subyace a todas las conductas, sean éstas manifiestas o no. En ambos casos, la activación es una función directa de la activación simpática, pudiéndose medir a través de varios índices psicofisiológicos, como la frecuencia cardíaca, la conductancia cutánea, la tensión muscular, etc. Este hecho lleva a Duffy (1972) a plantear la existencia de un problema con algunos conceptos psicológicos, tales como la emoción. Así, la emoción presupone las dimensiones de activación y dirección de la conducta, cuando sólo con la activación sería suficiente para explicar las conductas emocionales. Por tanto, la emoción debería ser suprimida del espectro psicológico y sustituida por la activación. La primera razón para sugerir la supresión del término "emoción" es que generalmente se utiliza para referirse al extremo de un continuo de conducta. Toda conducta es motivada; sin la motivación no hay actividad; lo que se denomina "emoción" representa un extremo del continuo "motivación".
Lindsley también puede ser considerado como uno de los autores pioneros en el estudio de la Activación en Psicología. Fue Lindsley (1951), con su Teoría de la Activación en las Emociones, quien primero intenta establecer una correspondencia entre el continuo en los fenómenos psicológicos y el continuo en el registro de la actividad electroencefalográfica. Concretamente, pensaba que los estados psicológicos caracterizados por la máxima vigilia, la máxima excitación, la máxima vigilancia o alerta, la máxima emoción, se correspondían con los ritmos electroencefalográficos caracterizados por la mayor frecuencia o ciclos por segundo. De hecho, el ritmo "beta" y el ritmo "alfa", que son los de mayor frecuencia, serían los característicos de la fase de vigilia, mientras que los ritmos "theta" y "delta", que son los de menor frecuencia, serían los característicos de la fase de sueño. A partir del influjo de la información somática, sensorial, y visceral sobre la formación reticular se podrían explicar todos los niveles conductuales, desde el sueño hasta la vigilia, desde la vigilia relajada hasta la activación en la solución de problemas, desde la moderación afectiva hasta la excitación emocional. Tal como lo argumenta Lindsley (1951), la teoría de la activación se basa en los siguientes presupuestos:
1) en el estado de emoción, el electroencefalograma muestra la respuesta característica de alerta; es decir, bajo voltaje y alta frecuencia;2) se puede inducir la reacción de alertamiento con la estimulación del sistema reticular del mesencéfalo y del diencéfalo;3) la destrucción de estas áreas impide la reacción de alerta;4) después de producir dicha destrucción, la imagen del comportamiento que resulta es incompatible con la excitación emocional o con el alertamiento; es decir, hay una preponderancia de la apatía y la somnolencia;5) los mecanismos motores de la expresión emocional, o bien son idénticos, o bien se sobreponen a los de la activación del electroencefalograma.
Las características de esta activación en la formación reticular los resume Lindsley del siguiente modo:
(a) Desde un punto de vista electrocortical, se observa, no sólo el "despertar" en la corteza del animal anestesiado, sino también una reacción cortical generalizada extremadamente intensa, similar a la provocada por una descarga emocional. Este sistema es distinto al sistema específico que va a los núcleos talámicos específicos.(b) Desde el punto de vista conductual, se observan efectos facilitadores e inhibidores, dependiendo del área estimulada, así como distintos signos de miedo y/o cólera.(c) Desde el punto de vista de las respuestas autonómicas y viscerales, se observan efectos de activación simpática, tales como dilatación pupilar, incremento en la tasa de respiración, incremento en la presión sanguínea e inhibición de la actividad gástrico-intestinal.
Así pues, en la teoría de Lindsley (1951), el término Activación es sinónimo de desincronización electrocortical, pudiendo encontrar la mínima activación en las situaciones de ausencia o mínima emoción, y la máxima activación en las situaciones de máxima excitación emocional. Esta idea era perfectamente compatible con el descubrimiento de las propiedades activadoras de la formación reticular, ya que las lesiones producidas sobre esta estructura eliminaban los signos de desincronización, o, lo que es lo mismo, los signos de activación. Igualmente, se pudo ratificar y constatar que, cuando se estimulaba la formación reticular, se producía un incremento en la activación del sujeto. Sin embargo, esta formulación, aparentemente impecable, dejaba fuera una variable fundamental: el rendimiento, entendido como adaptación, capacidad de respuesta, ajuste. En efecto, la pionera formulación de Lindsley (1951) chocaba con la evidencia empírica, ya que en algunos trabajos, entre ellos el ya citado de Fuster (1958), se podía apreciar que, si bien los incrementos reducidos en la estimulación de la formación reticular permitían obtener un incremento en el rendimiento de los sujetos experimentales, cuando la intensidad de la estimulación iba más allá de un eventual punto (teórica y genéricamente denominado punto óptimo de activación), el rendimiento no aumentaba, incluso comenzaba a disminuir. Llegaba un momento en el continuo de la activación en el que se rompía la tendencia paralela entre activación y rendimiento, ya que, aunque la activación siguiera subiendo, el rendimiento comenzaba a descender. Como es lógico, tales hallazgos no eran compatibles con el argumento defendido por Lindsley. Para solventar esta dificultad, y probablemente basándose en los trabajos de Hebb (1955), Lindsley (1957) plantea que existe una intercomunicación entre corteza cerebral y formación reticular. De este modo, la formación reticular debe funcionar como un gran homeostato de activación, ya que desde la corteza descenderían proyecciones que controlarían el funcionamiento de la formación reticular, posibilitando, así, que la activación se mantuviera en los límites apropiados, que es en definitiva lo que un organismo necesita para funcionar adecuadamente y rendir al máximo.
Por su parte, Lacey (1967) hilvana un argumento centrado en la dificultad que tienen las teorías de la activación para explicar la integración de diversos sistemas del organismo en un esquema unitario. Lacey propone lo que se denomina Teoría de la disociación de sistemas, que permite, de forma más coherente, explicar los diversos resultados que se han obtenido cuando se intentaba verificar empíricamente la teoría de la activación desde la perspectiva del antedicho proceso unitario. Según el modelo propuesto por Lacey, generalmente aceptado en la actualidad, se establece que la activación puede manifestarse mediante tres posibilidades de respuesta (electrocortical, fisiológica/autonómica y motora), no siendo necesaria la existencia de correlación entre ellas. Por lo tanto, la activación es multidimensional. El triple sistema de respuesta es uno de los paradigmas experimentales que más se ha utilizado en psicofisiología de la emoción (Calvo y Miguel-Tobal, 1998; Simons, Detenber, Roedema y Reiss, 1999), confirmándose de forma sistemática que la propuesta de Lacey es correcta, entre otras razones, porque el organismo tiende a la homeostasis y a la parsimonia.
Por otra parte, Lacey (1967) plantea también lo que se denomina especificidad de la respuesta autónoma, para referirse al hecho de que, dentro de un mismo sistema, se puede observar una disociación de respuesta. La argumentación de la especificidad de respuesta autónoma se fundamenta en las siguientes consideraciones:
1) el sistema nervioso autónomo realmente responde como un todo al estrés experimentalmente impuesto, en el sentido de que todas las estructuras inervadas parecen estar activadas en la dirección del predominio del sistema simpático;2) sin embargo, no es una respuesta como un todo en el sentido de que todas las estructuras autonómicamente inervadas exhiban iguales incrementos o disminuciones en su funcionamiento. Se suelen observar sorprendentes diferencias intra individuales en el grado en que se activan las distintas funciones fisiológicas.
Es éste un aspecto que, desde su inicial formulación por Lacey, ha tratado de ser verificado empíricamente, con resultados heterogéneos, debido, esencialmente a las dificultades metodológicas que muchas veces existen en este tipo de investigaciones. En este marco de referencia, recientemente Bradley (2000) ha enfatizado los aspectos que suelen ser una fuente de controversia y ambigüedad en los resultados obtenidos: por una parte, la definición de la emoción, variable afectiva en general; por otra parte, la determinación del tipo y la dificultad de la tarea; en tercer lugar, la descripción de la respuesta. En última instancia, si la metodología y el control sobre las variables que intervienen en un experimento son aceptables, los resultados tienden a mostrar que se produce una divergencia activacional en los distintos parámetros de un mismo sistema de respuesta, concretamente en el sistema nervioso autónomo (Palomba, Sarlo, Angrilli, Mini, y Stegagno, 2000). En el experimento que realizan estos autores, con una muestra de personas jóvenes no fóbicas, se pudo apreciar que la visualización de escenas conteniendo amenazas violentas producía un incremento generalizado en todos los parámetros bajo control del sistema simpático. Sin embargo, cuando las escenas a visualizar se referían a contenidos relacionados con intervenciones quirúrgicas, aparecía una disociación de respuesta autonómica, consistente en decrementos de la frecuencia cardíaca e incrementos en la actividad electrodérmica. Aunque ambas situaciones podían ser consideradas como desagradables y no placenteras, producían efectos psicofisiológicos completamente diferentes en la muestra de sujetos.
En última instancia, a partir de los pioneros trabajos de Lacey (Lacey y Lacey, 1958), parece evidente que, en primer lugar, los individuos no muestran cambios concordantes en todas las medidas en respuesta a una situación emocional particular; en segundo lugar, existen notables diferencias entre los sujetos en cuanto a los patrones de cambio que se observan; en tercer lugar, los individuos muestran pautas comunes de repuesta en diferentes situaciones emocionales; por último, pero no menos importante, estas pautas de respuesta se mantienen a lo largo de extensos períodos de tiempo.

LA NEUROBIOLOGÍA LOCALIZACIONISTA
Como hemos señalado en un trabajo anterior (Palmero, 1996), a partir de los trabajos de Cannon y Bard surgen algunos planteamientos interesantes en los que se pone de relieve la importancia del sistema límbico y del hipotálamo para entender el sustrato biológico de la experiencia y del comportamiento emocionales.
Entre dichos planteamientos se encuentra el de Papez (1937), quien establece una teoría válida para la emoción, según la cual las estructuras neurales del "cerebro antiguo" están unidas a la corteza. La estructuración de estas conexiones recibe el nombre genérico de circuito de Papez. La formulación de Papez acentúa la idea de que en los vertebrados inferiores existen conexiones anatómicas y fisiológicas entre los hemisferios cerebrales y el tálamo dorsal e hipotálamo, siendo dichas relaciones más elaboradas en el cerebro de los mamíferos. La emoción, según Papez, está mediada por las conexiones córtico-hipotalámicas, e implica la expresión conductual y la experiencia subjetiva, aspectos éstos que pueden ser disociados, al menos en el ser humano. La participación talámica también es importante en la emoción, ya que las aferencias sensoriales que llegan hasta dicha estructura se difunden en tres direcciones: a la corteza cerebral, a los ganglios basales y al hipotálamo. La ruta hacia la corteza representa la "corriente de pensamiento", la ruta hacia los ganglios basales la "corriente de movimiento", y la ruta hacia el hipotálamo la "corriente de sentimiento".
Desde el punto de vista de la Emoción, lo verdaderamente importante en la formulación de Papez tiene que ver con la "corriente de sentimiento", dirigida hacia el hipotálamo desde el tálamo. Así, desde el hipotálamo, los estímulos emocionales son transmitidos en dos direcciones: hacia abajo, hacia el sistema nervioso periférico, y hacia arriba, hacia la corteza cerebral. Algunas veces, la "corriente de sentimiento" se dirige directamente desde el hipotálamo hacia el troncoencéfalo y la médula espinal, y de ahí al sistema nervioso periférico. Es decir, algunas veces, los estímulos emocionales provocan directamente la conducta emocional. Otras veces, la "corriente de sentimiento" se dirige desde el hipotálamo hacia la corteza cerebral. En estas ocasiones, la corteza del cíngulo recibe la estimulación emocional, cuyos efectos se traducen en percepciones, pensamientos y actitudes. Por último, otras veces, la información puede ser transmitida desde la corteza cerebral hasta el hipocampo, y de ahí al hipotálamo. Este circuito permite a la corteza cerebral configurar las reacciones emocionales.
En suma, para Papez, la expresión de las emociones implica un control hipotalámico de los órganos viscerales, mientras que los sentimientos surgen de las conexiones de un circuito que incluye el hipotálamo, los cuerpos mamilares, el núcleo anterior talámico y la corteza cingulada. Es decir, las estructuras neuroanatómicas que conforman el circuito de Papez, de cuyo funcionamiento dependen las emociones, se relacionan con el llamado "gran lóbulo límbico". Hoy conocemos que el circuito de Papez está estrechamente relacionado con la experiencia y expresión emocionales. Las estructuras que lo conforman son el hipocampo, el fórnix, el tálamo anterior, la corteza cingulada y la amígdala.
Otro planteamiento derivado de las aportaciones de Cannon, y también de las más cercanas en el tiempo de Papez, es el de MacLean (1949, 1958, 1969), quien propone que el lóbulo límbico y determinadas estructuras subcorticales relacionadas constituyen un sistema funcional: el sistema límbico. Este sistema ha sido denominado también "cerebro visceral", debido a su importante papel en la regulación de la actividad visceral en una amplia variedad de emociones. La concepción de MacLean, que llega prácticamente hasta nuestro más inmediato pasado (MacLean, 1970, 1975, 1986), constituye una importante aportación al estudio de las emociones. En ella se pone de relieve que el encéfalo humano puede ser considerado como un sistema de tres capas, o tres tipos distintos de cerebro, superpuestos uno sobre otro, de tal suerte que cada uno de ellos está conformado por diferentes estructuras anatómicas y diferentes procesos químicos. Hay que reseñar que, en cierta medida, MacLean amplia y desarrolla las aportaciones de otros autores que habían hipotetizado la existencia de una jerarquía funcional en el sistema nervioso. Así, es bien conocido el trabajo de Hughlings-Jackson (1879), ya reseñado en el apartado correspondiente a la Evolución teórica de la Psicología de la Motivación, en el que se propone la existencia de distintas capas jerárquicamente organizadas (la médula espinal, los ganglios basales y la corteza motora, y la corteza frontal), de tal forma que las lesiones de las capas más altas liberan la manifestación de las funciones controladas desde las capas más bajas. Por otra parte, aunque menos conocido, también es importante el trabajo de Yakolev (1948), que vio la luz un año antes de que MacLean publicase su famoso trabajo (MacLean, 1949), y que probablemente éste conocía. Yakolev propone tres niveles en el funcionamiento del sistema nervioso, referidos a una capa o zona primitiva, interna y filogenéticamente antigua, conformada esencialmente por el troncoencéfalo, y destinada a controlar el nivel de activación y el funcionamiento autonómico, por encima de la cual, y envolviéndola, se encuentra una segunda capa, o zona intermedia, configurada por el sistema límbico y los ganglios basales, y la más externa de las capas, la que filogenéticamente es más reciente, envuelve a las dos que acabamos de citar, y está conformada por la neocorteza y el sistema piramidal.
Precisamente, las aportaciones de MacLean suponen una más precisa descripción y formulación funcional del modelo de Yakolev. En la argumentación de MacLean se propone que la capa más antigua y profunda representa nuestra herencia encefálica reptiliana, y aparece en la organización actual del troncoencéfalo. Esta capa del encéfalo recibe el nombre de "cerebro reptiliano", y es responsable de la conducta instintiva automática, conducta muchas veces necesaria para la supervivencia del organismo (respirar). Con el tiempo, se desarrolló otra capa sobre el núcleo reptiliano. Esta segunda capa, denominada "cerebro mamífero antiguo", se encarga de la conservación de la especie y del individuo, incluyendo las estructuras neurales que median en las emociones, la alimentación, la evitación y el escape, la lucha y la búsqueda de placer. Las estructuras relevantes de esta capa corresponden al sistema límbico. Con una mayor progresión de la evolución, aparece una tercera y, por el momento, definitiva capa sobre las dos anteriores. Esta tercera capa se denomina "cerebro mamífero nuevo", y es responsable de las estrategias racionales y de la capacidad verbal. Con este sistema, se puede entender la complejidad de los aspectos experienciales, fisiológicos y conductuales de la emoción, aspectos que permiten considerar las emociones como procesos que se encuentran muy relacionados con la conducta adaptativa.
Las tres formas de cerebro constituyen un mundo interno, en el cual el cerebro reptiliano está siendo constantemente bombardeado por los impulsos, el cerebro límbico nos está forzando continuamente a considerar el ambiente general según patrones estéticos, y el neocerebro funciona para permitir las discriminaciones más finas. El sistema límbico en particular, o el cerebro mamífero antiguo, integra la experiencia emocional, mientras que la estructura implicada en la expresión emocional es, probablemente, el hipotálamo. Las razones que esgrime MacLean son las siguientes:
a) por una parte, el sistema límbico posee extensas conexiones subcorticales;b) por otra parte, el sistema límbico es la única parte de la corteza que tiene representación visceral.
En esta argumentación de MacLean, el hipocampo y la amígdala poseen una especial relevancia en el aspecto subjetivo de la emoción. A diferencia de Papez, MacLean no intenta trazar un circuito específico para las emociones, pues defiende que todas las estructuras en el sistema límbico parecen estar implicadas en la emoción.
Como señalara Leven (1992), los trabajos de MacLean parecían bastante prometedores y difícilmente serían ignorados. En este marco de referencia, una de las aportaciones más sugerentes de los últimos años es la que propone Lane (2000), hablando de los distintos niveles de complejidad cerebral, jerárquicamente organizados. A partir del trabajo de Lane, es factible explicar cómo el procesamiento de la información emocional puede ocurrir de forma consciente, y por debajo de los umbrales de la consciencia. Concretamente, Lane propone la existencia de cinco capas o zonas que, desde las más inferiores hasta las superiores, serían las siguientes: troncoencéfalo, diencéfalo, sistema límbico, sistema paralímbico, y corteza prefrontal. Todas estas zonas o capas neuroanatómicas pueden participar en el control de la emoción. En las tres capas más inferiores, el procesamiento de la estimulación permitiría el inicio de respuestas emocionales sin que llegue a producirse la experiencia consciente de la misma. Sólo cuando están implicadas las dos zonas superiores (sistema paralímbico y corteza prefrontal) se produce la experiencia subjetiva de la emoción. Parecida es la aportación de otros autores, como Damasio (1998, 1999, 2000), quien trata de localizar la estructura neurobiológica responsable de la experiencia emocional, basando sus trabajos en una concepción jerárquicamente organizada del sistema nervioso que recuerda la famosa "máquina sensoriomotriz" de Jackson.
Olds y Milner (1954) descubren, por accidente, los centros fisiológicos implicados en el refuerzo. Los autores subrayan la idea de que el cerebro parece poseer centros de placer, centros de dolor, y centros neutros. Tal vez, la estimulación eléctrica actúa sobre los circuitos que median los refuerzos más habituales, ya que la autoestimulación es una respuesta observada en ratas, gatos, perros, monos y seres humanos. En su experimento, Olds y Milner pudieron apreciar que algunas de las ratas estudiadas llegaban a autoestimularse hasta 749 veces por minuto, alrededor de 7.500 veces en 12 horas, llegando incluso a ser elegida la conducta de autoestimulación frente a la conducta de comer en situaciones en las que previamente se había producido deprivación de alimento. Es decir, las investigaciones de Olds y Milner sugerían que no parece existir un mecanismo de saciedad para la conducta de autoestimulación, hecho éste que ha sido confirmado más recientemente (Panksepp, 1998; Rolls, 1999). No obstante, es una conducta que fácilmente se extingue, ya que, cuando la palanca que presionan las ratas deja de suministrar el estímulo eléctrico responsable de la estimulación, la conducta desaparece.
En el trabajo original (Olds y Milner, 1954), se plantea la participación directa del sistema límbico como sustrato general de las emociones. Este sistema está conformado por las siguientes estructuras: área septal, amígdala, corteza del cíngulo e hipocampo. Además, también tienen conexiones con este sistema el hipotálamo y el núcleo anterior del tálamo.
Tras producir estimulación eléctrica en múltiples zonas, Olds y Milner concluyen que el sistema límbico se estructura en tres subsistemas:
a) subsistema I, relacionado únicamente con la olfación;b) subsistema II, directamente implicado en el control de la conducta emocional, está conformado por el área septal, la amígdala y el hipotálamo anterior;c) subsistema III, con funciones no muy constatadas, está conformado por la corteza del cíngulo, el hipocampo, el hipotálamo posterior y el núcleo anterior del tálamo.
Como indica Olds (1955), de los tres sistemas, el subsistema II parece ser el más importante para el estudio de las emociones.
En la actualidad, está perfectamente constatado que se puede conseguir placer mediante estimulación eléctrica de diversas partes del cerebro. Probablemente, la zona más directamente implicada es el fascículo prosencefálico medial, que pasa por el hipotálamo lateral. En este orden de cosas, como indican Rosenzweig y Leiman (1992), se pone de relieve que la concentración de lugares positivos se produce en el hipotálamo lateral, aunque estas zonas se extienden también hacia el troncoencéfalo. En concreto, el fascículo prosencefálico medial, que asciende desde el mesencéfalo hasta el hipotálamo, y se extiende por múltiples lugares del encéfalo, contiene gran parte de las zonas cuya estimulación eléctrica provoca la conducta de autoestimulación. Algunos autores (Wise, 1982; Duvauchelle, Fleming y Kornetsky, 1998; Baldo, Jain, Varaldi, Koob y Markou, 1999) han propuesto que el neurotransmisor implicado en la conducta de autoestimulación es la dopamina (DA). Por el contrario, otros autores (Deutsch y Deutsch, 1966; Hunt y McGregor, 1998; Robbins y Everitt, 1999) argumentan que es la noradrenalina o norepinefrina. Como se puede constatar en los resultados obtenidos en algunos trabajos recientes (Berridge y Robinson, 1998), se pone de relieve que la dopamina está implicada en la activación psicomotora de la Motivación, pero no parece tener relación con las connotaciones hedónicas asociadas a la obtención de un objetivo. La dopamina no parece ser el neurotransmisor de la conducta de autoestimulación. En cualquier caso, la situación actual no permite dilucidar el papel exacto de los distintos neurotransmisores implicados, ya que se propone también la participación del GABA, requiriéndose más investigación al respecto.

EL BIOLOGICISMO RECIENTE
Una aportación importante de los últimos tiempos es la de Henry (Henry y Stephens, 1977; Henry, 1986). La formulación de Henry se centra en el papel de las hormonas en la emoción. En un sentido amplio, Henry apunta hacia la implicación de la corteza, el sistema límbico, los sistemas neuroendocrinos y el trocoencéfalo en la emoción. Basándose en gran medida en las aportaciones previas de MacLean, Henry afirma que los estímulos psicosociales y ambientales llegan al sujeto, en quien la experiencia pasada y los patrones de conducta genéticamente determinados perfilan el modo mediante el cual el sujeto reaccionará. La respuesta a estas dos fuentes (estímulos en general y determinantes de la conducta) es procesada en el neocórtex y en el sistema límbico. Posteriormente, desde el sistema nervioso central parten informaciones hacia la periferia. En este contexto, las emociones se encuentran asociadas con específicos patrones de respuestas neuroendocrinas y conductuales. Un aspecto importante en este planteamiento es la percepción de control que tiene el propio sujeto, ya que las respuestas cognitivas, fisiológicas y conductuales, son diferentes según el control percibido. Así, una situación concreta puede desencadenar respuestas de cólera/ira, de miedo o de tristeza (Carlson, 1982).
Pribram es otro de los investigadores que ha aportado información relevante al estudio de la Emoción. En uno de sus trabajos importantes (Pribram, 1992), propone que las estructuras neuroanatómicas implicadas en las emociones pertenecen al sistema límbico, siendo la amígdala y el hipocampo las más directamente implicadas. Esta afirmación no invalida las manifestaciones sugeridas por diversos autores (Pribram, 1973; Fuster, 1980; Levine, Leven y Prueitt, 1992), referidas a la cada vez más evidente implicación de la corteza frontal en el control de las emociones. Es decir, ciertas estructuras parecen confirmarse en su papel de implicación en los procesos emocionales, es el caso del sistema límbico, y, particularmente, de la amígdala, aunque también se va constatando cómo otras estructuras, que en principio se pensaba estaban implicadas en otras funciones no emocionales, también juegan un importante papel en la emoción. Así, la parte ventral del estriado (núcleo acúmbeo) recibe y envía proyecciones que transmiten estimulación emocional (recibe de la corteza límbica y del área tegmental ventral mesenceflica, y envía al tálamo, a través del pálido, y también al área tegmental ventral mesencefálica), con lo que su relación con las estructuras clásicamente asociadas a las emociones es intensa. Por otra parte, la participación de la corteza frontal hay que matizarla. Concretamente, la corteza frontal puede ser estructurada funcionalmente del siguiente modo: la parte dorsolateral parece tener funciones exclusivamente cognitivas, mientras que la parte medial y ventral parece estar directamente implicada en los procesos motivacionales y emocionales. Respecto a los procesos emocionales, la parte ventral de la corteza frontal tiene conexiones recíprocas con el sistema límbico y el hipotálamo a través del tálamo dorsomedial. Éste es uno de los aspectos cruciales, ya que los estudios actuales están poniendo de relieve el importante papel que juega esta estructura en la Emoción.
En conexión con las ideas de "valoración", al estilo de Arnold (1970), y de "motivación", al estilo de Leeper (1970), Pribram (1970), desde un planteamiento claramente biológico, desarrolla una teoría con claras conexiones con la perspectiva cognitiva del procesamiento de información. En este marco de referencia, las emociones son consideradas como "planes", siendo éstos activados cuando el organismo está desequilibrado. Los planes pueden ser de "acción" y pueden ser de "no acción". Cuando son de acción, equivalen a procesos motivacionales, mientras que, cuando son de no acción, equivalen a procesos emocionales. En alguno de sus más recientes trabajos (Pribram, 1992, 1996), con los comentados planteamientos neurofisiológicos y cognitivos, pone de relieve la importancia de determinadas estructuras neuroanatómicas, como la amígdala, para procesar información relevante. La expresión emocional es más primitiva y básica que la conducta racional.
No obstante toda la argumentación defendida por Pribram, no quisiéramos acabar su planteamiento sin referirnos a uno de sus clásicos trabajos (Pribram, 1976), en el que se pone de manifiesto que parece evidente que determinadas emociones tienen un claro sustrato biológico que las controla, motivando al sujeto para llevar a cabo una conducta (es éste el caso de la implicación directa de la amígdala en la emoción de ira, y en la eventual manifestación posterior de conducta agresiva, o gestos de agresividad). Sin embargo, también parece que otros factores, como los sociales, juegan un papel relevante.
Según Panksepp (1991), parece que la corteza ejerce sus principales efectos de forma inhibidora sobre las tendencias afectivas más primitivas, pues los sistemas emocionales básicos parecen estar controlados desde estructuras subcorticales. Los circuitos neurales ejecutivos de la emoción producen los estados internos de sentimiento y los cambios corporales. Es decir, primero la emoción y luego la cognición y la fisiología. Los aspectos autonómico y cognitivo deben ser considerados como las consecuencias de la emoción, y no las causas. Los estados centrales de sentimiento y las conductas emocionales externamente manifestadas proceden de las mismas estructuras ejecutoras cerebrales. No obstante, existe la posibilidad de disociación entre sentimiento y manifestación emocional, al menos en el ser humano. En definitiva, las emociones, para Panksepp (1991), son consideradas como ciertos tipos de procesos sincronizadores y/o coordinadores que se producen en el cerebro, activando determinadas tendencias de acción.
Estas primeras explicaciones del profesor Panksepp fructifican recientemente en la propuesta de una Neurociencia Afectiva, disciplina ésta que tiene que centrarse en el estudio de la neurobiología de las emociones. Desde su perspectiva, parece esencial tener definiciones neural y biológicamente basadas con las que poder explicar los distintos estudios psicológicos sobre la Emoción. Para ello, es imprescindible aludir a la existencia de circuitos neurobiológicos específicos que controlan la ejecución de emociones particulares. Estos circuitos neurobiológicos básicos están genéticamente predeterminados y diseñados para responder de forma incondicionada a los estímulos que poseen alguna significación importante para el organismo. El funcionamiento de estos circuitos puede producir activación o inhibición de ciertas manifestaciones conductuales de los distintos sistemas autonómicos encargados de regular y ajustar el funcionamiento fisiológico del organismo a las características de la demanda presente. Los circuitos emocionales pueden ejercer una influencia importante sobre la sensibilidad de los sistemas sensoriales, subiendo o bajando los umbrales de percepción según lo exija la circunstancia a la que se enfrenta el sujeto. Además, los circuitos emocionales se encuentran en continua interacción recíproca con las estructuras cerebrales implicadas en la ejecución de procesos cognitivos de otro tipo, tales como los de toma de decisiones o los de consciencia. Hasta la fecha, Panksepp ha descrito con bastante profusión de datos los circuitos de cuatro sistemas emocionales: el miedo, la rabia/ira, la curiosidad/búsqueda y el pánico (Panksepp, 1989a, 1989b, 1998). Estos circuitos emocionales fundamentales, a los que también se ha referido con la denominación de sistemas de ordenación emotiva, o sistemas de primer orden, tienen como objetivo producir secuencias conductuales bien organizadas. Cada uno de estos circuitos neurales produce respuestas conductuales muy claras. La eventual interacción entre estos sistemas puede producir estados emotivos de segundo orden, que consisten en mezclas subjetivas y conductuales de las que se aprecian cuando se activan los sistemas de primer orden.
A la hora de localizar e identificar las estructuras neurobiológicas implicadas en cada uno de los cuatro sistemas emocionales que propone, Panksepp (1998) explica las características relevantes de dichas estructuras y su asociación con las conductas asociadas a las mismas.
Así, para el sistema del miedo, existe un circuito que tiene como objetivo evitar el dolor y la destrucción. La estimulación de dicho circuito produce la conducta de escape en los animales. Las estructuras que participan en este circuito serían las siguientes: la amígdala, las áreas ventral anterior y ventral medial hipotalámicas, y la sustancia gris periacueductal.
Para el sistema del pánico, existe un circuito característico de los mamíferos, manifestándose en la especial relación que se establece entre la madre y el hijo en la crianza. Así, cuando el hijo experimenta la necesidad de cuidado, este sistema permite la manifestación de conductas, como gritar o llorar, que hacen que la madre note dicha necesidad. Este sistema, además, puede ser considerado como la base para el desarrollo de las conductas sociales. Las estructuras que parecen estar implicadas en este circuito son las siguientes: la sustancia gris periacueductal, el tálamo dorsomedial, el área septal ventral, entre otras.
Para el sistema de la curiosidad/búsqueda, existe un circuito relacionado con la conducta de auto-estimulación, al que sistemáticamente se ha hecho referencia en términos de "sistema de refuerzo" o "sistema de recompensa", y que tiene claras connotaciones hedónicas. Este sistema permite que un sujeto se desplace desde donde se encuentra hasta otro sitio en el que encontrará y dispondrá de ciertas consecuencias gratificantes y placenteras. Las estructuras que sistemáticamente aparecen implicadas en este sistema son las siguientes: el fascículo prosencefálico medial, el hipotálamo lateral, y las proyecciones dopaminérgicas que desde el área tegmental ventral se dirigen hacia el núcleo acúmbeo a través del hipotálamo lateral. Lógicamente, un factor neuroquímico importante en este circuito es el sistema dopaminérgico que se desplaza, a lo largo del fascículo prosencefálico medial, desde el área tegmental ventral hasta múltiples zonas corticales.
Para el sistema de la rabia/ira, existe un circuito que activa una serie de manifestaciones cada vez que se produce el bloqueo en la consecución de una meta, cada vez que un sujeto fracasa en un objetivo, esto es: cada vez que ocurre la frustración. Este sistema, en cierta medida bastante parecido al sistema del miedo, tiene como objetivo favorecer y ayudar a la supervivencia de un individuo, ya que, por una parte, se relaciona con la producción de miedo ante un eventual rival, y, por otra parte, incrementa la energía en el individuo frustrado, con lo cual se incrementa la rapidez de acción, la presteza en la conducta y en la solución de un problema. Las estructuras neurobiológicas implicadas en el sistema de rabia/ira se encuentran localizadas en dos zonas concretas, dependiendo del tipo de conducta agresiva que aparezca asociada a la rabia/ira: cuando la conducta es de agresión defensiva, la estructura implicada es el hipotálamo dorsolateral, mientras que, cuando la conducta es de ataque afectivo abierto, parece haber varias estructuras implicadas, entre ellas el hipotálamo ventromedial, la sustancia gris periacueductal y la amígdala.
Por último, basándose en los trabajos de Cannon y Bard, así como en los de Papez, LeDoux (1986) ha formulado una teoría de la emoción fundamentada en la importancia del sistema nervioso central, particularmente el cerebro, y del sistema nervioso periférico. Su teoría analiza los componentes cognitivo, fisiológico y expresivo/conductual de la emoción. En su planteamiento, LeDoux localiza en la amígdala el mecanismo para la evaluación emocional de los estímulos visuales. Las lesiones en esta zona producen una considerable pérdida de la emoción de miedo y una disfunción para ejecutar diversas conductas emocionales.
De hecho, merece la pena reseñar que en el mismo tiempo en que Papez proponía su acreditada teoría, aparecía otro trabajo relevante en el plano de la investigación emocional: el de Kluver y Bucy (1937). En dicho trabajo se describen las consecuencias emocionales, motivacionales y perceptivas que aparecen cuando se lleva a cabo la extirpación de determinadas zonas del circuito de Papez -básicamente, la amígdala y el hipocampo-, denominando a este conjunto de manifestaciones Síndrome de Kluver-Bucy. Recientemente, LeDoux (1993) ha puesto de relieve que muchos de los efectos observados en el síndrome de Kluver-Bucy se deben a las lesiones concretas sobre la amígdala, reflejando una pérdida general en la habilidad para aprehender la significación emocional correcta de los estímulos y situaciones que rodean a una persona u organismo con dicha lesión. El estudio de la amígdala ha llevado los trabajos de LeDoux a la primera línea de la investigación emocional, particularmente en el ámbito de la localización de las estructuras neurobiológicas implicadas en la emoción de miedo. Como veremos en el apartado siguiente, las aportaciones de LeDoux (1996, 2000a, 2000b) son imprescindibles para entender, no sólo la dimensión biológica de las emociones, sino también para hacer congruentes las posturas, muchas veces encontradas, de quienes se centran en la importancia de la valoración (cognición) en los procesos emocionales. Incluso, cabe la posibilidad de entender las aportaciones de LeDoux como una posible explicación a la ocurrencia de procesamientos conscientes y procesamientos por debajo de los umbrales de la consciencia. En bastantes ocasiones se ha propuesto que algunas de las manifestaciones del proceso emocional, incluso que algunas emociones -por ejemplo, LeDoux (1996), hablando de la emoción de miedo-, podrían ser consideradas como eventos precognitivos, porque la activación de las manifestaciones podía producirse antes de que el individuo tuviese consciencia de su ocurrencia. Sin embargo, hemos de señalar al respecto que no es necesario que exista consciencia para poder hablar de actividad cognitiva. Una cosa es el procesamiento cognitivo y otra el procesamiento consciente. Cabe la posibilidad de que ocurra un procesamiento cognitivo por debajo de los umbrales de la consciencia.

LA NEUROBIOLOGÍA ACTUAL
Probablemente, nadie discuta en la actualidad que el origen del estudio de las emociones desde una perspectiva biológica se localiza en el trabajo de Darwin La Expresión de las Emociones en el Hombre y en los Animales (1872). En dicho trabajo, Darwin intentaba explicar el origen y el desarrollo de las principales conductas expresivas en el hombre y en otros animales inferiores. De hecho, la consideración de Darwin consistía en entender la expresión emocional de los humanos a partir del estudio de la expresión emocional en los animales de especies inferiores: nuestra conducta emocional es el resultado de nuestra propia evolución. Desde ese momento, el interés de los investigadores se orientó a la localización y análisis de las estructuras biológicas implicadas en la emoción, tanto en la dimensión expresiva, cuanto en la dimensión interpretativa. Como hemos revisado anteriormente, los tímidos intentos llevados a cabo para localizar esa relación entre sistema nervioso central y emociones alcanzan un momento de relevancia con las aportaciones de Papez (1937), Kluver y Bucy (1939) y MacLean (1949), entre otros. El hipotálamo, la corteza cingulada, la formación del hipocampo, y sus interconexiones conforman la estructura biológica de las emociones. Más tarde, a partir de las iniciales aportaciones de Kluver y Bucy, se comienza a proponer el papel importante de la amígdala. Con estos descubrimientos, parecía claro que el circuito hipotético de Papez, según la terminología de MacLean (1949), era el objetivo de los investigadores. Además de estas importantes aportaciones, como indican Heiman y Bowers (1990), el estado actual del estudio neurobiológico de la emoción se debe también a las aportaciones derivadas de tres grandes argumentos: el de James y Lange, basado en el feedback fisiológico, el de Cannon, basado en la relevancia central talámica, y el de Marañón-Schachter, basado en la auto-atribución.
En los últimos diez años hemos asistido a un fenómeno proliferativo en la búsqueda de las bases neurobiológicas de los procesos emocionales. Si bien, como señalamos, el punto de partida ha sido el importante legado de los localizacionistas clásicos (Papez y MacLean, fundamentalmente), no hay que dejar en un segundo plano los estudios de algunos autores de hoy (como LeDoux y Damasio, por citar a dos de los más relevantes). No hay que olvidar que, en cierta medida, nuestro conocimiento de la Emoción ha sido severamente restringido durante gran parte de la etapa dominada por el conductismo, y casi por completo durante la hegemonía cognitivista en Psicología. Según el argumento de Adolphs y Damasio (2000), el problema resultante de esta supresión consiste en que el procesamiento de la información, sin las dimensiones motivacional y emocional, no posee un valor intrínseco a la hora de extrapolar los resultados a la conducta humana. La dificultad evidente de la orientación cognitivista, junto al desarrollo o auge que han tomado las orientaciones biologicistas más recientes, permiten defender que en la actualidad son éstas -aunque, en sentido estricto, habría que hablar de teorías neurobiológicas- las que acaparan el máximo interés, y son las que aportan resultados más contrastados. Uno de los argumentos que impregna los descubrimientos llevados a cabo en las últimas dos décadas tiene que ver con un hecho insoslayable: todas las acciones derivadas de la actividad del sistema nervioso central contribuyen a los procesos afectivos. Pero, al mismo tiempo, una de las principales asunciones neuropsicológicas se refiere al hecho de que la conducta y los estados de la experiencia se encuentran físicamente mediatizados por el cerebro. Consecuentemente, la conducta emocional y el afecto también se encuentran modulados por el funcionamiento cerebral, de tal suerte que cualquier perturbación cerebral puede repercutir sobre la experiencia y la conducta emocionales. En efecto, cualquier cambio en dichas actividades afecta al modo mediante el cual expresamos nuestra propia conducta emocional, y al modo mediante el que interpretamos la conducta emocional de los otros.
En este marco de referencia, una de las premisas que hay que mantener cuando se trata de localizar el sustrato biológico de las emociones tiene que ver con la progresiva diferenciación del cerebro en el proceso de evolución propiamente dicho. Así, de forma gradual ha habido más exigencias al organismo, lo cual ha permitido que las antiguas estructuras neuroanatómicas responsables de los mecanismos adaptativos básicos vayan evolucionando también para ofrecer una más amplia y flexible gama de respuestas que incrementan la capacidad adaptativa de los organismos. En el plano de la emoción humana, las referencias neuroanatómicas enfatizan la implicación de estructuras telencefálicas, tales como los ganglios basales, el sistema límbico y la corteza cerebral. No obstante, las aportaciones desde la neurología clínica también señalan la importancia de algunas estructuras diencefálicas, como el tálamo y el hipotálamo, e incluso troncoencefálicas, como los núcleos reticulares de la protuberancia o puente.
Ahora bien, la relación existente entre las estructuras corticales y las estructuras subcorticales ha reflejado la situación referida a la relación existente entre procesos cognitivos y procesos afectivos. Esto es, ha habido una consideración ya clásica respecto al control jerárquico que las estructuras neurales superiores ejercen sobre las estructuras inferiores, de tal suerte que los procesos cognitivos configuran los procesos emocionales. Es decir, esta aproximación plantea la existencia de un eje unidireccional "de arriba hacia abajo", en virtud del cual, como indica Tucker (1989), los procesos cognitivos superiores, tanto en el hemisferio izquierdo como en el hemisferio derecho, determinan la naturaleza de la experiencia emocional. O, dicho con otras palabras, esta consideración tradicional del control jerárquico de la activación emocional situaba en la neocorteza (muchas veces los lóbulos frontales) la parte superior de la jerarquía, la cual ejerce un control general sobre las restantes estructuras nerviosas. Esta forma de entender el control homeostático de la activación en el organismo había subrayado el papel de la formación reticular, y más particularmente del Sistema Activador Reticular Ascendente (SARA), como el núcleo esencial para entender el nivel de activación. Es decir, la corteza, que es el destino de la activación producida en la formación reticular, pone en funcionamiento diversos sistemas para controlar y regular dicha activación, determinando el tipo y cualidad de respuesta de las estructuras inferiores. De este modo, era perfectamente válida la idea de que los procesos cognitivos determinan los procesos emocionales (Derryberry y Tucker, 1991).
Sin embargo, en la actualidad, el mayor grado de conocimiento de las distintas estructuras implicadas permite delimitar más exactamente la participación real de cada una de ellas. Como consecuencia, se ha propuesto una nueva perspectiva, en virtud de la cual se defiende la existencia de una influencia en el sentido "de abajo hacia arriba", aceptando que la activación emocional puede influir y condicionar la actividad de los procesos cognitivos superiores. Esta segunda orientación está fundamentada en los siguientes argumentos: por una parte, es bien conocido que la formación reticular no está integrada por un sistema unitario, sino que existen, al menos, cuatro subsistemas que la conforman: dopaminérgico, noradrenérgico, serotoninérgico y colinérgico, aspecto éste que ya fue sugerido hace años por Moruzzi (1958), y que pone de relieve la capacidad funcional de las estructuras subcorticales, en las que probablemente se localizan los mecanismos que controlan los procesos emocionales, para influir "afectivamente" sobre las estructuras superiores que controlan los más "asépticos" y racionales procesos cognitivos; por otra parte, también es actualmente conocido que la activación de un organismo es el resultado de la interacción de varios sistemas y estructuras, apreciándose que la corteza no es siempre el máximo órgano de control de la activación en dicho organismo.
La perspectiva actual enfatiza la integración jerárquica entre las distintas estructuras que participan en los procesos emocionales, al estilo de lo que ya propusiera en el s. XIX John Hughlings Jackson (1879), y que más tarde fuera ratificado con las aportaciones de Yakolev (1948), al proponer los tres niveles de funcionamiento del sistema nervioso central, y de MacLean (1969, 1970), específicamente en el ámbito de la emoción, cuando defiende la existencia de tres conjuntos de estructuras, jerárquicamente organizados, a partir de los cuales se puede entender el control biológico de las distintas emociones. Son aportaciones que, aunque ya han sido revisadas en el apartado correspondiente anterior, parecen imprescindibles para entender las investigaciones actuales.
El sistema límbico, así como otras estructuras subcorticales conectadas, es de una importancia capital si pensamos en su localización neuroanatómica, concretamente entre el troncoencéfalo y la corteza. Así, a partir de diversos trabajos (Sanides, 1970; Pandya, Seltzer y Barbas, 1988; Derryberry y Tucker, 1991; Pennisi y Roush, 1997), se conoce en la actualidad que la evolución y desarrollo de los grandes hemisferios cerebrales procede de los sucesivos crecimientos operados en la corteza olfatoria primitiva y en el hipocampo. Como hemos señalado en un trabajo anterior (Palmero, 1996), el control ejercido desde el sistema límbico, concretamente desde la amígdala y el hipocampo, sobre la corteza se lleva a cabo de varias formas: a) mediante proyecciones hasta las zonas inferiores de la corteza, regulando los efectos de las proyecciones ascendentes dopaminérgicas, serotoninérgicas y colinérgicas; b) mediante proyecciones hasta el estriado, modulando el circuito córtico-estriato-talámico-cortical; c) mediante proyecciones hasta los núcleos anterior y dorsomedial talámicos, modulando el circuito córtico-talámico-cortical; y d) mediante proyecciones directas hasta la corteza. En última instancia, el nivel de activación emocional de la corteza, no sólo depende de sus propios mecanismos para auto-controlar los efectos de las estructuras inferiores: también puede ser regulado por las propias estructuras que se encuentran en un plano inferior. O, lo que es lo mismo, los procesos emocionales implican complejos mecanismos de ajuste y equilibrio funcional (homeostasis) que garantizan la capacidad adaptativa básica de cualquier organismo.
Al respecto, los trabajos de algunos autores (Swerdlow y Koob, 1987; Carlsson, 1988; Macchi, 1988; Derryberry y Tucker, 1991; Buck, 2000; Tucker, Derryberry y Luu, 2000) ponen de relieve la diferencia funcional entre las zonas dorsales y ventrales de algunas estructuras (el cuerpo estriado) que hasta hace relativamente poco tiempo se pensaba estaban implicadas en funciones motoras y afectivas. Así, estos autores han podido constatar que las zonas dorsales, merced a su conexión topográfica con áreas corticales, tendrían una importante función asociativa, mientras que las zonas ventrales estarían claramente implicadas en los procesos emocionales.
Lo que tratamos de argumentar es que, tal como se están desarrollando los acontecimientos actuales en el estudio de la neurobiología de la emoción, parece imprescindible la consideración de un planteamiento basado en el evolucionismo neuroanatómico, pues permite la adopción de propuestas flexibles que tengan en cuenta la participación de estructuras diferentes.
La situación actual asume la relevancia de estas consideraciones, y sigue profundizando en su conocimiento. De hecho, está bastante consolidada la idea de que las estructuras subcorticales son imprescindibles para entender todas las dimensiones de la conducta emocional (LeDoux, 1996). Es decir, si, en primer lugar, las emociones son procesos adaptativos básicos que se encuentran presentes en el ser humano antes de que éste desarrolle por completo la estructura y funcionalidad del sistema nervioso central; si, en segundo lugar, las emociones son mecanismos adaptativos que se encuentran presentes en muchas de las especies inferiores, porque en su bagaje genético se encuentra la dotación apropiada para que aparezcan y se desarrollen; parece sensato, en tercer lugar, proponer que la infraestructura biológica -o, de nuevo, neurobiológica- se encuentra ubicada en zonas del sistema nervioso central que son relativamente antiguas, y ése es el caso de las estructuras subcorticales. También Panksepp (1989a, 1989b, 1991) llegó a defender que la organización básica de las emociones parece estar localizada en las estructuras subcorticales, homólogamente estructuradas en todos los mamíferos, y no en la neocorteza, cuya implicación, al menos de entrada, parece limitada.
Este argumento, que es correcto, no es completo, y, de hecho, llevó a una serie de grandes errores, de los que, por fortuna, la Psicología de la Emoción se está liberando en los últimos tiempos. Sin embargo, en honor a la verdad, se tiene que explicar que este argumento era, a su vez, la consecuencia de la visión que se tenía acerca de la relación entre sistemas cognitivos y sistemas afectivos: por una parte, los desórdenes cognitivos eran el resultado de las lesiones corticales, mientras que los desórdenes afectivos eran el resultado de las lesiones subcorticales; por otra parte, se apreciaba un notable incremento en las conductas emocionales cuando se producía la desconexión entre estructuras corticales y estructuras subcorticales, esto es, cuando se impedía la acción inhibidora de la corteza sobre las conductas controladas por las estructuras subcorticales. "Se podía defender" que las funciones cognitivas y las funciones afectivas dependían de zonas diferentes, permitiendo que las zonas corticales, las superiores, controlasen a las zonas subcorticales, las inferiores.
Este estado de cosas cambia cuando comienzan a proliferar los estudios en los que se aborda la relación entre cerebro y emociones, junto a la aparición de las modernas concepciones de la emoción. El resultado es la convicción, basada en datos empíricos, y en la más pura lógica adaptativa, de que los procesos cognitivos se encuentran en constante e interdependiente interacción con los procesos emocionales (Lazarus, 1999; Gainotti, 2000; Scherer, 2000): el proceso de valoración cognitiva es un requisito imprescindible para que ocurra una emoción; y viceversa: la dimensión afectiva influye sobre el modo mediante el cual se llevan a cabo las distintas operaciones cognitivas.
En cualquiera de los casos, admitiendo la relevancia de las estructuras subcorticales en el ámbito de la emoción, la actualidad está evidenciando que muchos trabajos recientes se orientan también hacia el papel que juegan otras estructuras neurobiológicas de más reciente aparición en el desarrollo filogenético: las estructuras neocorticales. En cierta medida, el interés por el estudio de estas estructuras más recientes procede del ámbito clínico, ya que se aprecia cómo las lesiones en los lóbulos frontales se encuentran claramente asociadas con notables cambios en la conducta emocional. Así, son ya clásicos los trabajos en los que se observa que las lesiones del hemisferio izquierdo van acompañadas por estados depresivos, a los que en ocasiones se ha denominado reacción catastrófica, mientras que las lesiones del hemisferio derecho suelen ir acompañadas por ciertas manifestaciones de indiferencia afectiva e incluso de una euforia desmedida (Goldstein, 1948; Gainotti, 1972, 1989; Kolb y Taylor, 1990). A partir de estas iniciales aportaciones, parecían desprenderse algunos corolarios de interés, que en la actualidad perfilan la orientación de las investigaciones. Así, por una parte, algunos autores defendieron la existencia de estilos cognitivos diferentes, de tal suerte que el hemisferio izquierdo estaría más implicado en el procesamiento de la información verbal, mientras que el hemisferio derecho procesaría la información emocional (Ross, 1985; Tucker, 1989). Pero, por otra parte, también se propuso una suerte de hipótesis de la valencia emocional, en virtud de la cual se defendió la dominancia del hemisferio izquierdo para aquellas emociones que podían ser consideradas como positivas, y la dominancia del hemisferio derecho para aquellas otras emociones consideradas como negativas (Davidson, 1992b). Esta última perspectiva ha dado lugar a una de las orientaciones más atractivas en el momento presente: la de la hipótesis basada en la dimensión de aproximación-evitación (Davidson, 1993, 1999), que ya fue expuesta en los argumentos actuales de la Psicología de la Motivación.
En última instancia, el análisis minucioso de los datos aportados en los trabajos recientes pone de relieve que la excesiva simplificación "hemisferio izquierdo-razón versus hemisferio derecho-emoción" debe ser reconsiderada en la actualidad, ya que existen algunos aspectos de interés que hablan de la complejidad funcional de ambos hemisferios en los procesos emocionales. Así, parece bastante claro que los dos hemisferios participan en los procesos emocionales, hecho éste que no debe sorprender si pensamos en la conexión ínter hemisférica a través de la comisura del cuerpo calloso, o de la comisura anterior. Es preciso especificar la participación real de cada hemisferio en la percepción y en la expresión de las emociones, pues la situación relacionada con el papel de dichas estructuras es realmente más compleja. De hecho, como indican algunos autores (LeDoux, 1986; Kolb y Taylor, 1990; Borod, 1992; Carlson y Hatfield, 1992; Damasio, 1995; Gainotti, 1999), los modelos que se proponen para estudiar la neurobiología de la emoción consideran la dicotomía subcortical-cortical, o límbica-no límbica, así como la distinción hemisferio derecho-hemisferio izquierdo, e incluso, dentro de cada hemisferio, la ubicación lateral-ventral, y anterior-posterior. Un ejemplo del polifuncionalismo estructural en el estudio de las bases neurobiológicas de la emoción procede de los resultados obtenidos hace relativamente poco por Kolb y Taylor (1990). Las conclusiones de estos autores incluyen las siguientes características:
(1) los lóbulos frontales juegan un papel especial en el control de la cara, fundamentalmente en la producción de la expresión facial espontánea;(2) los lóbulos temporales juegan un especial papel en la percepción de la emoción, tanto si ésta se produce mediante la expresión facial o a través del tono de la voz -en realidad, esta función de los lóbulos temporales es consistente con el papel general de dichas estructuras en el procesamiento de la información sensorial-;(3) existe una especialización complementaria de ambos hemisferios en la conducta emocional, de tal suerte que, aunque el hemisferio izquierdo está más implicado en los componentes verbales, y el hemisferio derecho está más implicado en los componentes no verbales, no es posible localizar específicamente en uno de ellos el control cortical completo de la conducta emocional: ambos juegan un determinado papel;(4) la región cortical intrahemisférica -frontal, temporal- es tan importante como la ubicación cortical interhemisférica -izquierda, derecha- en el control de la conducta emocional; de hecho, en muchas ocasiones se pudo apreciar que las diferencias entre los efectos de las lesiones frontales y temporales en un mismo hemisferio eran mayores que las diferencias entre los efectos de las lesiones temporales de ambos hemisferios, y mayores que las diferencias entre los efectos de las lesiones frontales de ambos hemisferios;(5) los efectos de las lesiones de los lóbulos frontales en la conducta social de los seres humanos son muy similares a los efectos que se producen en individuos de especies inferiores con este mismo tipo de lesión: en todas las especies estudiadas se aprecia una notable disminución de la espontaneidad emocional, así como del contacto y relación sociales.
Como síntesis de este tipo de diferenciaciones, Borod y Madigan (2000) proponen dos formas esenciales de aproximación al estudio neurobiológico de la emoción: una, con connotaciones ínter hemisféricas, está relacionada con la lateralidad; otra, con connotaciones intra hemisféricas, incluye dos niveles de análisis e investigación, el de la caudalidad (anterior-posterior) y el de la verticalidad (neocortical-subcortical o límbico).
Además, como constatación de la complejidad que implica el estudio de la neurobiología emocional, otro aspecto a considerar tiene que ver con la eventual participación de las distintas estructuras neurobiológicas en cada uno de los dos planos a través de los cuales se ha estudiado preferentemente la emoción, a saber:
1) el que tiene que ver con el conocimiento de la emoción -reconocimiento, denominación, evaluación y valoración-,2) el que tiene que ver con la expresión -mediante el lenguaje, los gestos, los cambios faciales, y cualquier otro movimiento con connotaciones de comunicación social.
Ambos planos podrían ser definidos como: procesamiento de la estimulación emocional y preparación de la respuesta emocional. Éste es, a nuestro juicio, el punto crítico que en la actualidad permite el avance en el conocimiento de las estructuras neurobiológicas implicadas en la emoción.

Procesamiento de la estimulación emocional
Como señala recientemente Mesulam (2000), hay algunos aspectos que no se deben olvidar cuando se intenta delimitar la neurobiología de las emociones en el ser humano:
(1) la dominancia del hemisferio derecho para aspectos relacionados con la dimensión espacial de la información recibida, ubicándose los epicentros para esta función en la corteza parietal dorsal posterior, así como en el giro cingulado;(2) la dominancia del hemisferio izquierdo para aspectos relacionados con el lenguaje, estando situados los epicentros de esta función en las áreas de Broca y de Wernicke;(3) la existencia de un módulo relacionado con la conexión memoria-emoción, cuyos epicentros estarían situados en las regiones del hipocampo y en el complejo amigdaloide;(4) la existencia de un módulo funcional de ejecución conductual, cuyos epicentros serían la corteza lateral prefrontal, la corteza orbitofrontal, y la corteza parietal posterior;(5) un módulo de identificación de caras y objetos, con epicentro en la corteza lateral temporal.
En este marco de referencia, las estructuras cerebrales que mayor atención están recibiendo en la actualidad en el ámbito del reconocimiento, evaluación y valoración de la emoción han sido la amígdala y los hemisferios cerebrales.
En cuanto a la amígdala, su especial ubicación, así como la importante conectividad con otras estructuras cerebrales, la convierten en una zona de especial relevancia emocional (Amaral, Price, Pitkanen y Carmichael, 1992). La amígdala recibe información sensorial de todas las modalidades, y está en contacto con el hipocampo, el prosencéfalo basal y los ganglios basales, que son estructuras importantes en los procesos de memoria y de atención, así como con el hipotálamo, que es fundamental para el control de la homeostasis y la regulación neuroendocrina. Tras la lesión bilateral de la amígdala, se ha podido apreciar la existencia de agnosia para la significación emocional y social de los estímulos, cuando los sujetos experimentales son animales inferiores (Doty, 1989; Kling y Brothers, 1992). Sin embargo, cuando se estudian casos de lesiones bilaterales de la amígdala en seres humanos, los resultados son variados, habiendo trabajos en los que sí que se aprecia ese efecto de agnosia (Aggleton, 1992; Davis, 1992; Adolphs, Tranel y Damasio, 1998; Adolphs y Damasio, 2000) y trabajos en los que no se pudo constatar dicho efecto (Markowitsch, Calabrese, Wuerker, Durwen, Kessler, Babinsky, Brechtelsbauer, Heuser y Gehlen, 1994), aunque, en este caso, para explicar la ausencia de efectos, se ha aludido a la existencia de otros recursos compensatorios, como el lenguaje, que mitigarían los efectos negativos que posee la lesión bilateral de la amígdala en el ámbito de la interacción social (Adolphs, Tranel, Damasio y Damasio, 1995). No obstante, creemos que tales explicaciones son un poco forzadas, dejando mucho margen a la especulación y poco al contraste empírico.
Los múltiples trabajos en los que se ha abordado el estudio e implicación de la amígdala en el procesamiento de la estimulación emocional son alentadores, predominando, en términos generales, la visión participativa activa de dicha estructura en la emoción. Así, los estudios llevados a cabo en los últimos tiempos, mediante el apoyo de la tecnología basada en la imagen funcional de la actividad cerebral, ponen de relieve que la amígdala se encuentra implicada en el procesamiento de la estimulación emocional expresiva (Breiter, Etcoff, Whalen, Kennedy, Rauch, Buckner, Strauss, Hyman y Rosen, 1996; Irwin, Davidson, Lowe, Mock, Sorenson y Turski, 1996; Phillips, Young, Senior, Brammer, Andrew, Calder, Bullmore, Perrett, Rowland, Williams, Gray y David, 1997; Heilman, Blonder, Bowers y Crucian, 2000). Incluso, como se sugiere a partir de varios trabajos realizados en la última década (Breiter y Etcoff, 1996; Morris, Frith, Perrett, Rowland, Young, Calder y Dolan, 1996; Adolphs, Tranel y Damasio, 1998; Brocks, Young, Maratos, Coffey, Calder, Isaac, Mayes, Hodges, Montaldi, Cezayirli, Roberts y Hadley, 1998; Adolphs, Russell y Tranel, 1999), no se descarta la posibilidad de que la amígdala se encuentre implicada en una función de procesamiento emocional más amplia y general, con connotaciones sociales. En este ámbito particular, existen resultados que requieren una explicación precisa, pues cabe la posibilidad de enmascarar la participación real de la amígdala en el proceso emocional. En este orden de cosas, Anderson y Phelps (2000) consideran que la implicación de esta estructura neuroanatómica en la comunicación social de las emociones no está bien definida. Dicho de otra forma, podría ser que la amígdala, siendo muy importante en la percepción y análisis de las emociones, no lo fuera tanto en lo que respecta a la expresión de las mismas. En este particular marco de referencia, dichos autores describen el caso de un paciente con lesión bilateral en la amígdala, quien, si bien presentaba el cuadro típico de dificultad para interpretar la expresión emocional de los demás, no mostraba ningún tipo de sesgo ni de perturbación a la hora de expresar las emociones básicas. Resultados similares obtienen Bowers, Rogish, Eckert, Kortemkamp, Gilmore y Roper (1999), quienes han podido apreciar que los pacientes con daño bilateral en la amígdala son incapaces de procesar la información de la expresión emocional procedente de los demás. Sin embargo, cuando el daño en la amígdala era sólo unilateral, los pacientes sí que podían procesar ese tipo de información emocional.
A modo de ejemplo, reseñamos algunos de los trabajos en los que se confirma esa ausencia de consenso referida a la implicación de la amígdala en el procesamiento de la información emocional. Al respecto, en un trabajo reciente (Schneider, Weiss, Kessler, Salloum, Posse, Grodd y Mueller-Gaertner, 1998), llevado a cabo con personas normales y con pacientes esquizofrénicos, se apreció que, en las personas normales, se producía una activación de la amígdala cuando se procesaba la estimulación relacionada con la tristeza, pero no cuando el procesamiento se realizaba con estimulación relacionada con la alegría. En otro trabajo de los últimos años, realizado por Morris, Scott y Dolan (1999), utilizando la Tomografía por Emisión de Positrones (TEP), se ha intentado establecer cómo es procesada por el cerebro la estimulación emocional expresada vocalmente. Las personas participantes tenían que escuchar vocalizaciones no verbales, producidas por hombres y mujeres, y relacionadas con el miedo, la tristeza, la alegría, y la neutralidad -sin entonación emocional-, para, a continuación, indicar en cada caso si eran emitidas por un hombre o por una mujer, así como la cualidad emocional que poseían. Los datos permiten proponer que el procesamiento de la emoción vocalmente expresada implica la participación bilateral de un amplio conjunto de regiones cerebrales. Además, el procesamiento de la vocalización relacionada con el miedo parece implicar la participación de interacciones específicas entre la amígdala izquierda -la amígdala derecha mostró un descenso importante en su activación- y otras regiones del troncoencéfalo, particularmente la protuberancia, que se encuentra implicada en la respuesta de sobresalto ante un sonido intenso. Resultados parecidos encuentra el equipo de Davidson (Schaefer, Abercrombie, Lindgren, Larson, Ward, Oakes, Holden, Perlman, Turski y Davidson, 2000), utilizando la TEP para constatar la tasa metabólica cerebral regional en la amígdala, el hipocampo, el tálamo y el núcleo caudado anterior. Concretamente, pudieron apreciar que la amígdala izquierda, y no la amígdala derecha, mostraba una actividad importante ante estímulos con connotaciones emocionales. En las restantes estructuras investigadas se pudo observar una activación bilateral. Igualmente, en otra investigación (Hamann, Ely, Grafton y Kilts, 1999), se ha encontrado que la amígdala, mediante su conexión con el hipocampo, parece modular la intensidad de la memoria de eventos emocionalmente importantes, independientemente de las connotaciones aversivas o placenteras del evento en cuestión. En un contexto más específico, hay un trabajo actual en el que se aprecia que también es posible hablar de diferencias entre hombres y mujeres en lo que respecta a la actividad de la amígdala ante estímulos emocionales. Así, Schneider, Habel, Kessler, Salloun y Posse (2000) han podido apreciar una importante actividad de la amígdala en los hombres durante la ocurrencia de afecto negativo, mientras que dicho efecto no pudo ser apreciado en las mujeres.
Por esa razón, como sugieren Adolphs y Damasio (2000), aunque es muy probable que la amígdala juegue un importante papel en la adquisición de conocimiento relacionado con la emoción, estimamos que, al menos hasta la fecha, el funcionamiento y participación específicos de dicha estructura polinuclear no están delimitados del todo. La existencia, todavía, de datos controvertidos parece indicar que, aunque la implicación de la amígdala es muy probable, se necesita una mayor especificidad neurobiológica para delimitar su participación exacta.
En cuanto a los hemisferios cerebrales, son ya clásicas las sugerencias referidas a la implicación del hemisferio izquierdo en aquellos aspectos emocionales que se transmiten a través del lenguaje, o que implican la descripción verbal de una emoción (Bryden y Ley, 1983), mientras que el hemisferio derecho estaría más relacionado con los aspectos emocionales que se transmiten mediante características expresivas y gestuales (Ley y Bryden, 1979).
Más recientemente, se ha sugerido la especial relevancia del hemisferio derecho para el procesamiento de la información con connotaciones emocionales, tanto en el caso de seres humanos (Bowers, Blonder, Feinberg y Heilman, 1991; Borod, 1993a, 1993b; Heller, 1993), como en el caso de animales de especies inferiores (Hauser, 1993; Morris y Hopkins, 1993). En el ámbito de la investigación con seres humanos, y utilizando como técnica la TEP, se ha podido apreciar que las lesiones en las regiones parietal y temporal del hemisferio derecho suelen producir una importante disminución en la experiencia y activación emocionales, cuando se trata de reconocer la emoción en las expresiones faciales (Gur, Skolnick y Gur, 1994). Utilizando esta misma técnica, Nakamura, Kawashima, Ito, Sugiura, Kato, Nakamura, Hatano, Nagumo, Kubota, Fukuda, y Kojima (1999), midieron el flujo sanguíneo cerebral regional, y pudieron constatar que la corteza frontal inferior del hemisferio derecho mostraba una activación importante durante la evaluación de la expresión facial. Estos resultados sugieren que la corteza frontal inferior derecha está implicada en el procesamiento de las señales emocionales, tanto visuales como acústicas, pudiendo defender la existencia de una asimetría hemisférica, al menos en la zona frontal inferior, en relación con el procesamiento de la información emocional. Algo parecido realizan Chernigovskaya, Svetozarova, Tokareva, Tret'yakov, Ozerskii, y Strel'nikov (2000), quienes tratan de establecer la implicación de cada hemisferio en la percepción de señales acústicas emocionales. Sus resultados ponen de relieve que el hemisferio derecho juega un papel más importante en la percepción e interpretación de la entonación emocional.
También Madigan (1998), en una investigación en la que administraba estímulos odoríficos desagradables, comparó las respuestas de un grupo de personas que tenían lesión en el hemisferio derecho con las de otro grupo que tenía lesión en el hemisferio izquierdo. En la investigación se incluyó también un grupo de control, equiparable demográficamente con los otros dos grupos. Los resultados subrayan que la percepción subjetiva de la intensidad del olor era menor en las personas con lesión en el hemisferio derecho que en las personas del grupo control. Además, las personas con lesiones en el hemisferio izquierdo mostraron más, y más intensas, respuestas de evitación que las personas del grupo de control y que las personas con lesión en el hemisferio derecho.
La implicación del hemisferio derecho en el procesamiento emocional es clara. Sin embargo, el porqué de este tipo diferencial de funcionamiento sigue suscitando dudas y controversias. De hecho, asumiendo uno de los principios más aceptados en la actualidad, el que se basa en la determinación jerárquica biológica, algunos autores (Ross, Homan y Buck, 1994) proponen que se podría entender la distinta implicación de ambos hemisferios en el procesamiento de la información emocional a partir de las diferentes categorías de emociones. Así, las formas más primitivas de emoción, que por regla general tienen valencia negativa, se encuentran especialmente vinculadas al funcionamiento del hemisferio derecho, mientras que aquellas otras emociones filogenéticamente más avanzadas, y con connotaciones sociales, se encuentran especialmente vinculadas al funcionamiento del hemisferio izquierdo. No obstante, otros autores (Gainotti, Caltagirone y Zoccolotti, 1993) creen que, más que en las categorías emocionales, habría que centrarse en el nivel o grado de procesamiento de la información para entender las distintas emociones, así como el papel específico que en ellas juega cada uno de los hemisferios.
A nuestro modo de ver, quien mejor ha perfilado la relevancia del hemisferio derecho en el procesamiento de la información emocional ha sido Damasio (Damasio, 1994, 1995, 1998; Adolphs y Damasio, 2000). Con un argumento, al que denomina "hipótesis del marcador somático", Damasio defiende que el procesamiento de la emoción depende del procesamiento de la información somática. Es decir, la emoción implica unas aferencias desde el cuerpo, e implica también unas eferencias hacia el cuerpo, en ambos casos incluyendo la participación de los aspectos endocrinos y viscerales. En este marco de referencia, el hemisferio derecho parece estar especializado en la representación del cuerpo, ya que las lesiones específicas de dicho hemisferio producen una mayor pérdida de control sobre el estado general del cuerpo, que cuando las lesiones se encuentran circunscritas al hemisferio izquierdo. Es probable, señala Damasio, que las funciones referidas a la emoción y a la representación del cuerpo, que forman parte de la misma función homeostática organísmica, se encuentren lateralizadas en el hemisferio derecho.
En general, como han recalcado recientemente varios autores (Borod, Cicero, Obler, Welkowitz, Erhan, Santschi, Grunwald, Agosti y Whalen, 1998; Adolphs y Damasio, 2000; Borod y Madigan, 2000), parece bastante confirmado el importante papel que juega el hemisferio derecho en el procesamiento de la estimulación emocional.
Preparación de la respuesta emocional
También en el plano de la expresión emocional en particular, y de la manifestación emocional en general, las estructuras neurobiológicas que mayor atención están recibiendo por parte de los investigadores son la amígdala y los hemisferios cerebrales. Desde hace tiempo, uno de los aspectos que más ha llamado la atención en el estudio de la neurobiología de la expresión emocional procede de las aportaciones que realizara Ekman (1985), cuando se refería a la importancia de las estructuras subcorticales y de los hemisferios cerebrales para entender cómo se produce la expresión de las emociones. En efecto, señala el autor que es necesario distinguir entre la expresión emocional involuntaria o espontánea y la expresión emocional voluntaria o fingida. Cada una de estas manifestaciones expresivas parece estar controlada por estructuras distintas, produciéndose por la activación de mecanismos distintos. Cuando la expresión se refiere a emociones auténticas, son las estructuras más antiguas y básicas (fundamentalmente el troncoencéfalo y el sistema límbico) las que controlan dicha manifestación conductual; pero, cuando la expresión se refiere a emociones fingidas, participa la corteza cerebral. Por otra parte, seguía señalando Ekman, también se puede apreciar que, cuando la emoción es auténtica, parece que existe una relativa simetría en la expresión facial, mientras que, cuando la emoción es fingida, no se aprecia dicha simetría.
Esta diferencia en el modo de procesar la información emocional, con sus consiguientes peculiaridades expresivas, es conocida desde hace bastante tiempo. Tradicionalmente, como indicábamos en el apartado anterior, con mucha frecuencia se ha argumentado que el hemisferio izquierdo era el responsable de la razón (especializado en los procesos de lenguaje y de pensamiento), y el hemisferio derecho el responsable de la emoción (especializado en la intuición, la emocionalidad y la percepción espacial global). Estas características y funciones de los dos hemisferios, que siguen reflejando la clásica dicotomía tantas veces esgrimida "hemisferio izquierdo-racionalidad versus hemisferio derecho-emocionalidad", parecen correctas, pero también resultan incompletas. Así, por una parte, existen importantes aspectos del pensamiento coherente, incluso en el ámbito de la dimensión verbal, que reciben un considerable apoyo funcional del hemisferio derecho, integrando la información de un modo que puede ser esencial para el conocimiento racional (Gardner, Ling, Flamm y Silverman, 1975; Tucker, 1989), y, por otra parte, también se puede apreciar que el hemisferio izquierdo es importante para la estabilidad emocional, regulando, e incluso inhibiendo, la responsividad afectiva del hemisferio derecho (Buck y Duffy, 1980; Tucker y Newman, 1981). El papel de la amígdala en la emoción, tal como señalábamos en el apartado anterior, ha resultado alentador, aunque con una cierta controversia todavía. En los últimos años, y merced a las aportaciones de autores como LeDoux (1996), se ha podido apreciar un importante incremento en la investigación de esta estructura para perfilar, no sólo su implicación en el procesamiento de la estimulación emocional, sino incluso también en la preparación de la respuesta emocional, al menos, como demuestran los trabajos de LeDoux (1996, 2000b), en la emoción de miedo. Toda esta información podría llevar a la consideración de la amígdala como una estructura vital en el proceso emocional en su conjunto, pues podría poseer funciones relacionadas con el análisis, evaluación y valoración de la estimulación emocional, produciendo de forma clara a continuación las oportunas manifestaciones conductuales asociadas a las distintas emociones. Veamos cuál es el estado de la cuestión en cuanto a la participación de la amígdala y los hemisferios cerebrales en la preparación de la respuesta y manifestación emocionales.
En cuanto a la amígdala, hay que señalar que, en la última década, y merced al esfuerzo productivo de autores como LeDoux (1996, 2000a, 2000b), esta estructura se está revelando como una zona fundamental para entender el sustrato neurobiológico de las emociones, al menos de la emoción de miedo. De hecho, el interés que ha mostrado la Neurociencia en los últimos años por el estudio de la Emoción pone de relieve la aceptación definitiva de dicho proceso como una entidad con peso específico reconocido en la comunidad científica.
A nuestro modo de ver, la implicación de esta estructura neuroanatómica en el proceso emocional ha conseguido su relevancia, por una parte, tal como hemos reseñado anteriormente, en el plano del procesamiento de la estimulación, cuando ésta llega al organismo, pero, por otra parte, también en el plano de la respuesta emocional. Las relevantes aportaciones de LeDoux están poniendo de relieve que, si bien sigue habiendo una cierta controversia respecto al papel de la amígdala en los procesos emocionales en general, su estudio es imprescindible para conocer con mayor detalle la infraestructura neurobiológica de las emociones. Pensamos que la amígdala tiene que ser considerada como una estructura que participa activamente en el procesamiento de la información con connotaciones emocionales (mecanismo de entrada), y en la preparación de las distintas manifestaciones conductuales y ajustes internos que ocurren como consecuencia del estímulo que llega hasta el organismo y adquiere connotaciones emocionales (mecanismo de salida).
El objetivo inicial que persigue LeDoux con sus trabajos ha sido la localización de las estructuras neurobiológicas implicadas en el almacenamiento de los eventos significativos para la vida. La importancia de la amígdala queda patente a lo largo de los distintos experimentos realizados. En este marco de referencia, señala LeDoux, una asunción básica en el estudio de los procesos de memoria se refiere a la existencia de distintos sistemas, cada uno relacionado con funciones diferentes. Así, al menos en el plano de las situaciones traumáticas o afectivamente importantes, existe una memoria explícita, consciente, referida a los eventos tangibles relacionados con la situación recordada. Pero existe también una memoria implícita, no consciente, en virtud de la cual el organismo comienza a mostrar ciertos signos o respuestas, que probablemente pasaron desapercibidos en el momento de ocurrencia del evento recordado, pero que ocurrieron. Ahora, con el recuerdo de dicho evento, el organismo también es capaz de "recordar" todas esas manifestaciones, materializándolas de manera visible. El hipocampo, junto con otras estructuras del lóbulo temporal, es la estructura neuroanatómica implicada en los mecanismos de la memoria explícita, mientras que la amígdala, junto con sus conexiones neurales, es la estructura implicada en los mecanismos de la memoria implícita. En última instancia, la memoria consciente de la experiencia pasada, junto con las respuestas fisiológicas entonces producidas, reflejan el funcionamiento de dos sistemas de memoria que operan en paralelo (LeDoux, 2000a).
A grandes rasgos, quienes defienden la importancia de la amígdala en los procesos emocionales consideran la existencia de dos sistemas neurobiológicos. Por una parte, el sistema clásico, más largo, que incluye el tálamo, la corteza asociativa específica al tipo de estímulo implicado, y las distintas estructuras subcorticales que participarían en la respuesta del organismo, incluyendo en la misma las manifestaciones emocionales también (McDonald, Shammah-Lagnado, Shi y Davis, 1999). En este caso, el estímulo, a través de las vías aferentes, alcanza la formación reticular, llegando hasta el tálamo; desde esta estructura diencefálica, y de forma específica, la estimulación se dirige hacia la zona cortical especializada en el análisis y significación del mismo. Tras este proceso, en el que tiene lugar la evaluación y la valoración del estímulo o situación, se prepara la respuesta apropiada para superar la exigencia concreta. El otro sistema propuesto por estos autores es más corto y directo, ya que el estímulo, una vez que alcanza el tálamo, además de seguir la ruta recién comentada, sigue una proyección más corta hasta la amígdala, la cual tiene capacidad para preparar una respuesta organísmica inmediata ante la eventual amenaza que pueda suponer el estímulo en cuestión. En esta segunda posibilidad, sólo se encuentran implicadas ciertas estructuras subcorticales, de las que la más importante es la amígdala (LeDoux, 1996). De hecho, según LeDoux, las emociones son el producto de la actividad de este sistema. El camino más corto de los dos es el segundo, por lo tanto es esta vía la que permite la respuesta casi inmediata ante las señales de peligro. Pero, inmediatamente después llega también hasta la amígdala el resultado del análisis más pormenorizado de ese estímulo, que ha tenido lugar en la corteza asociativa específica, confirmando si la inicial respuesta preparada por la amígdala ha sido correcta o no. Si la respuesta inicial fue correcta, ahora se refina en su manifestación, ajustándose a la significación específica del estímulo y del daño asociado al mismo. Si, por el contrario, la respuesta inicial no fue apropiada, tratándose de una "falsa alarma", automáticamente cesa la respuesta y los mecanismos autonómicos activados para proteger el equilibrio del organismo. Hay que tener en cuenta que la mayor rapidez en la respuesta de la amígdala a partir de la información directa que le llega desde el tálamo se produce a expensas de la calidad en el análisis de dicha estimulación. Es decir, la estimulación llegada directamente desde el tálamo está muy poco elaborada, con lo cual la respuesta de la amígdala también es bastante inespecífica. Como mucho, podríamos plantear la posibilidad de que se trate de una respuesta elemental de preparación, de defensa en general. En nuestra opinión, el valor adaptativo que posee la aportación de LeDoux es innegable. Aunque la respuesta rápida, "precipitada", que produce la amígdala no sea correcta, esto es, aunque las más de las veces se trate sólo de una falsa alarma, es preferible ese tipo de error al que supondría no reaccionar a tiempo y sufrir las consecuencias de una situación peligrosa. O, lo que es lo mismo, en términos evolucionistas, es más adaptativa la existencia de muchas situaciones catalogadas como "falso positivo" que de una sola catalogada como "falso negativo", ya que esa sola situación puede llegar a ser también la última.
Para delimitar con exactitud el papel que, según LeDoux (2000b), juega la amígdala, es interesante reseñar las conexiones que esta estructura subcortical mantiene con la corteza sensorial. Concretamente, la conexión entre la amígdala y la corteza es bidireccional, aunque las vías que conectan la amígdala con la corteza son más sólidas y amplias que las vías que conectan la corteza con la amígdala. La evidente asimetría de vías entre la amígdala y la corteza permite entender por qué es tan difícil detener voluntariamente una emoción una vez que ésta se ha desencadenado. Así, desde el tálamo surgen proyecciones que activan simultáneamente la corteza sensorial y la amígdala. Además, la amígdala también recibe información desde la corteza sensorial, cualquiera que sea el tipo de estimulación sensorial implicada. Por su parte, la amígdala también envía proyecciones hasta la corteza sensorial en las áreas en las que se lleva a cabo el procesamiento de la estimulación en cuestión (Amaral, Price, Pitkanen y Carmichael, 1992; Quirk, Armony, Repa, Li, y LeDoux, 1997). A partir de estos presupuestos, hay dos aspectos de considerable interés. Por una parte, la amígdala recibe información directa desde el tálamo, lo que le permite procesar y resolver una forma u otra de actuación antes de que le llegue la información desde la corteza sensorial. Por otra parte, como sugiere Armony (1998), cabría la posibilidad de pensar que la amígdala tiene capacidad para influir sobre el procesamiento que se está llevando a cabo en las zonas corticales implicadas, regulando la actividad de las áreas que proyectarán sobre ella un cierto tipo de activación e información. Se podría hablar de una suerte de circuito de autorregulación entre la corteza sensorial y la amígdala, en el que el control sobre el filtro de información se localizaría en la amígdala.
Otro aspecto a considerar, en cuanto a la relevancia de la amígdala, consiste en su potencial capacidad para influir indirectamente sobre el procesamiento sensorial cortical a través de las proyecciones que envía a distintos centros implicados en la activación de la corteza, tales como el sistema colinérgico del prosencéfalo basal, el sistema colinérgico del troncoencéfalo, y el sistema noradrenérgico del locus cerúleo. Como señalan algunos autores (Weinberger, 1995; Aston-Jones, Rajkowski, Kubiak, Valentino y Shipley, 1996), cada vez que la amígdala detecta un peligro, promueve la activación de dichos sistemas, activación que tiene como objetivo influir sobre el procesamiento sensorial potenciando la atención. Es ésta una función probable, pero no determinante, pues, como hemos propuesto anteriormente (Fernández-Abascal y Palmero, 1995), cuando un estímulo llega al organismo, se producen dos formas de activación: por una parte, la específica, que, a través de la formación reticular, llega hasta los núcleos talámicos específicos, y se proyecta sobre la corteza sensorial relacionada con el tipo de estimulación en juego -tal como acabamos de exponer, también sobre la amígdala-; por otra parte, la inespecífica, la cual, también a través de la formación reticular, alcanza los núcleos inespecíficos talámicos, proyectándose a continuación de una manera general y amplia sobre gran parte de la corteza cerebral, y provocando un estado de activación generalizada, siempre dependiendo de la intensidad y significación del estímulo.
A partir de diversas investigaciones, se conoce bien en la actualidad que las proyecciones que proceden directamente desde el tálamo, así como las que proceden de la corteza sensorial, entran en la amígdala a través del núcleo lateral (Davis, Falls, Campeau y Kim, 1994; Kapp, Supple y Whalen, 1994; Li, Stutzmann y LeDoux, 1996; Maren y Fanselow, 1996; Muller, Corodimas, Fridel y LeDoux, 1997; Rogan y LeDoux, 1996; Rogan, Staubli y LeDoux, 1997). Desde el núcleo lateral, la información llega hasta el núcleo basal, y desde ahí al núcleo central, que es considerado como el principal centro eferente desde la amígdala, enviando proyecciones hacia los diversos sistemas troncoencefálicos implicados en la reactividad emocional (LeDoux, 1995; Armony, Servan-Schreiber, Cohen y LeDoux, 1996; Maren y Fanselow, 1996; Killcross, Robbins y Everitt, 1997; Armony, Quirk y LeDoux, 1998).
Un modelo conductual bien definido para explicar los procesos de aprendizaje y memoria con connotaciones emocionales es la adquisición de miedo mediante condicionamiento clásico, un proceso mediante el cual un estímulo relativamente neutral puede llegar a producir respuestas de miedo, merced a su inicial asociación con un estímulo o evento incondicionadamente capaz de producir miedo. Concretamente, el estímulo neutral adquiere la capacidad para elicitar reacciones de defensa, anticipando la, en principio probable, ocurrencia del daño. Se acepta en la actualidad que la amígdala juega un papel determinante en la adquisición y expresión de respuestas condicionadas de miedo (Armony, 1998; LeDoux, 2000a).
Este modelo concreto ha permitido perfilar con gran detalle el mecanismo neurobiológico cerebral de la emoción de miedo. En líneas generales, los resultados tienden a ser bastante coincidentes: el aprendizaje de, y la respuesta a, estímulos que poseen una significación en forma de peligro para la integridad de un organismo se encuentran relacionados con la activación de vías neurales que conducen información hacia la amígdala. Como ha enfatizado recientemente LeDoux (2000b), la amígdala es un componente crucial para entender cómo se adquiere, cómo se almacena y como se expresa la información relacionada con la memoria específica de la emoción de miedo; por lo tanto, es necesario delimitar cómo un estímulo llega hasta la amígdala, cómo repercute en dicha estructura y cómo se proyecta desde ella hasta otras estructuras y centros. Así pues, desde estas aproximaciones recientes, se considera que la amígdala determina la significación del estímulo en cuestión, y activa la respuesta emocional apropiada, así como el ajuste del medio ambiente interno del organismo para enfrentarse a esa situación de peligro o amenaza. En opinión de LeDoux (1996), aunque gran parte de la investigación se ha realizado con ratas, también el cerebro humano funciona según este patrón prototípico de defensa. Evidentemente, el hecho de encontrar la misma infraestructura neurobiológica para la emoción de miedo en muchas especies nos indica que el proceso de evolución mantiene dicha caracterización biológica porque posee funciones adaptativas. El cerebro de todas estas especies se encuentra especialmente dotado para incrementar la probabilidad de supervivencia. Aunque los eventos que producen miedo son muy diferentes entre las distintas especies, cada una de ellas se encuentra especialmente preparada en su dotación genética para que se active el sistema neurobiológico del miedo ante los estímulos específicos, de tal suerte que se puede decir que el modo mediante el cual el cerebro se enfrenta al peligro es bastante parecido. Esta posibilidad de extrapolación ínter específica, siendo útil en términos generales, requiere una especial prudencia cuando una de las especies implicadas es la humana, pues la existencia de patrones de desarrollo especialmente diferenciados puede llevar a la eventual diferencia cualitativa en la función de la amígdala entre las distintas especies. Así, el hecho de que gran parte de la investigación realizada se haya llevado a cabo con ratas ha suscitado una cierta controversia, dando lugar a que algunos autores cuestionen la posibilidad de extrapolar al ser humano los resultados obtenidos. Éste es uno de los asuntos más importantes que se están tratando en la actualidad, ya que la dispersión de resultados que se aprecia al estudiar los efectos de la lesión de la amígdala en distintas especies de primates enfatiza la más que probable función diferencial de dicha estructura en las distintas especies (Fanselow, 1994; Barton, 1996; Aggleton y Young, 2000).
En última instancia, es necesario reseñar que la localización de este mecanismo neurobiológico particular no agota por completo lo que tiene que ser -lo que es- la emoción de miedo, al menos en el ser humano. El análisis más elaborado del estímulo o evento elicitador puede dar lugar de forma concomitante a la experiencia consciente de la emoción de miedo. Es necesario enfatizar que esa experiencia consciente de miedo es viable cuando el cerebro se encuentra lo suficientemente desarrollado como para que se posea consciencia de las actividades propias. Es decir, se requiere un sistema conformado por las estructuras del sistema subcortical, más ciertas estructuras corticales: los sentimientos son el producto de la actividad coordinada del sistema subcortical y la corteza (LeDoux, 1996). Es evidente que el ser humano posee esa capacidad, mientras que es menos claro que otras especies también la posean. En cualquier caso, este aspecto diferencial no es óbice para que se aborde el estudio del sistema de miedo en el cerebro, pues parece que, filogenéticamente hablando, se trata de una dotación muy antigua, anterior a la existencia de la función que permite al ser humano experimentar el sentimiento de miedo. Parece que lo más apropiado es el estudio de los sistemas neurales que han evolucionado para permitir las soluciones conductuales a los distintos problemas relacionados con la supervivencia.
Sigue habiendo algunos aspectos que promueven una cierta controversia. Así, uno de los problemas implícitos en el razonamiento de quienes defienden la posibilidad de que la amígdala sea la estructura responsable de las emociones, al menos de la emoción de miedo, es que dejan sin aclarar si el proceso emocional puede ocurrir independientemente del procesamiento cortical, e incluso si cabe la posibilidad de establecer una repercusión interactiva entre ambas formas de procesamiento. Como ha señalado Armony (1998), se podría pensar que el procesamiento emocional puede ocurrir independientemente de los mecanismos atencionales con características "de arriba hacia abajo". Incluso, teniendo en cuenta que el condicionamiento de este tipo de repuestas implica la transmisión de información desde el tálamo hasta la amígdala, y que luego esta estructura envía proyecciones a las estructuras corticales, se podría considerar la posibilidad de que dicho proceso emocional modulase algunos aspectos del funcionamiento cognitivo relacionados con el almacenamiento en memoria de la experiencia emocional.
Igualmente, en el plano de la propia respuesta emocional, también ha habido algunos trabajos en los que no queda delimitado el papel de la amígdala en la preparación de la respuesta emocional, ni en la expresión de las emociones -recuérdese el trabajo de Anderson y Phelps (2000), en el que se describe el caso de un paciente con lesión bilateral en la amígdala, quien presentaba el cuadro típico de dificultad para interpretar la expresión emocional en los demás, pero no mostraba ningún tipo de sesgo ni de perturbación para expresar las emociones básicas.
En cualquiera de los casos, más allá de las dudas que pueda suscitar la participación real de la amígdala en los procesos emocionales, la mayor parte de los resultados existentes en la actualidad apuntan hacia su implicación, tanto en el procesamiento de la información entrante, como en la preparación de la respuesta emocional. Es necesario refinar algunos aspectos metodológicos, ya que, por regla general, se ha utilizado la ablación como técnica de lesión, con los consabidos efectos negativos que posee esta técnica a la hora de delimitar exactamente el tamaño de la lesión que se intenta provocar (Malkova y Murray, 1996; Malkova, Gaffan y Murray, 1997).
En cuanto a los hemisferios cerebrales, en los últimos años ha habido revisiones importantes que, a grandes rasgos, también encuentran una relativa implicación diferencial de los hemisferios en la expresión emocional. En este orden de cosas, en un trabajo previo (Palmero, 1996), hacíamos referencia a ciertos aspectos de interés, resaltando que la expresión emocional adquiere matices diferenciales en ambas partes de la cara. La parte derecha de la misma es, según Wolff (1933), la zona pública, pues refleja las emociones que el sujeto quiere que los demás perciban, mientras que la parte izquierda de la cara es la zona más privada en la expresión emocional. Son afirmaciones bastante aceptadas en la actualidad, ya que, en el sentido de las aportaciones de Ekman (1985), se ha podido establecer que, cuando un sujeto manifiesta voluntaria y fingidamente una emoción, la expresión de la misma es asimétrica, observándose que, habitualmente, la parte izquierda de la cara expresa con mayor intensidad la emoción en cuestión, mientras que, cuando un individuo manifiesta espontáneamente una emoción, la expresión de la misma es bastante simétrica en ambas partes de la cara. Ahora bien, incluso en los casos de expresión de emociones verdaderas, es decir, en los casos de simetría expresiva entre ambas partes de la cara, hay que tener precaución con la excesiva generalización. En efecto, Sackheim y Gur (1978) realizaron un estudio en el que cogían fotografías de caras que expresaban distintas emociones espontáneas; posteriormente las cortaban verticalmente por el centro, formando nuevas imágenes completas con cada parte (izquierda o derecha) y su correspondiente imagen especular. Es decir, formaban caras completas con la parte derecha y su imagen en espejo, y con la parte izquierda y su imagen en espejo. Pudieron constatar que las caras formadas a partir de las mitades izquierdas de las respectivas fotografías originales expresaban más intensamente la emoción; incluso, como indica Gainotti (2000), esta diferencia expresiva entre las dos partes de la cara era más acusada, de nuevo a favor de la parte izquierda, cuando la expresión se refería a las emociones negativas. Si sabemos que la expresión de la parte izquierda de la cara está controlada por el hemisferio derecho, y la parte derecha por el hemisferio izquierdo, podemos concluir que, incluso en aquellos casos de emociones espontáneas y reales, el hemisferio derecho está más implicado en la expresión emocional. Los propios autores, sin embargo, enfatizan la necesidad de ratificar sus aportaciones. Por otra parte, el hecho de que la asimetría expresiva, a favor de la parte izquierda de la cara, fuera mayor en las emociones negativas hacía sospechar que el hemisferio derecho podría estar más implicado en este tipo de emociones, mientras que el hemisferio izquierdo podría jugar un papel más importante en las emociones positivas. Era un argumento atractivo que merecía la verificación. Como indica Kinsbourne (1989), la realización de estudios con pacientes afectados por lesión cerebral localizada en alguno de los hemisferios llevó a que se propusiera que, en pacientes con daño cerebral localizado, la lesión del hemisferio izquierdo desinhibía la funcionalidad pesimista y negativa del hemisferio derecho, apareciendo una mayor profusión de emociones negativas -la anteriormente citada "reacción catastrófica"-; por otra parte, la lesión del hemisferio derecho desinhibía la funcionalidad optimista y positiva del hemisferio izquierdo, apareciendo un considerable incremento en el número de emociones positivas. Este tipo de afirmaciones, como ya señalaran Flor-Henry (1979) y Kinsbourne (1989), y como de nuevo ratifican algunos autores en la actualidad (Borod, 1992; Damasio, 1995, 1998), denota una excesiva simplificación en cuanto a la participación hemisférica en los procesos emocionales.
Así, los estudios más recientes aportan información referida a la implicación del hemisferio derecho en los componentes automáticos de la emoción, particularmente en la respuesta expresiva y autonómica (Borod, 1993a, 1993b; Gainotti, Caltagirone y Zoccolotti, 1993; Gainotti, 1996; Borod, Santschi y Koff, 1997). Por su parte, el hemisferio izquierdo parece jugar un papel relevante en las funciones de control y de modulación sobre la expresión emocional espontánea. En este orden de cosas, siguiendo los trabajos de Gainotti (2000), se sabe que los pacientes con lesiones en el hemisferio izquierdo muestran una mayor reactividad emocional, ya que, al no producirse el control modulador típico del hemisferio izquierdo, se incrementa la frecuencia de las manifestaciones expresivas emocionales controladas por el hemisferio derecho. Además, este tipo de pacientes muestran también una mayor activación autonómica, hecho que, como indican Meadows y Kaplan (1994), remarca, por una parte, la ausencia de control o modulación del hemisferio izquierdo, y, por otra parte, la más básica de las premisas: la implicación clara del hemisferio derecho en el control de las manifestaciones autonómicas del organismo.
Aceptando la existencia de la asimetría hemisférica en el control de la expresión emocional, siguen quedando algunas dudas que, al menos a nuestro juicio, son relevantes. Por ejemplo, queda por resolver si la asimetría se gesta en las propias estructuras telencefálicas, esto es, en los hemisferios, o, por el contrario, la asimetría se produce en las estructuras subcorticales y se refleja en los hemisferios.
Así pues, por una parte, cabe la posibilidad de que el origen de la asimetría esté localizado en las estructuras subcorticales, de tal suerte que las diferencias asimétricas apreciadas en los hemisferios no son más que el reflejo de las influencias "de abajo hacia arriba" que dichas estructuras reciben desde las zonas subcorticales. Es decir, la preferente lateralización del hemisferio derecho para la expresión emocional es el reflejo de la mayor implicación de las estructuras subcorticales derechas en el procesamiento de la información emocional, así como en la preparación de las respuestas y expresiones que tienen que ver con las emociones. La verificación de esta hipótesis es relativamente sencilla, ya que habría que establecer la implicación diferencial de las estructuras subcorticales que se sospecha intervienen en las emociones. Es éste el caso de la amígdala. Al respecto, aunque algunos trabajos han demostrado la participación selectiva de la amígdala derecha en el procesamiento de información emocional, así como en la manifestación de conductas emocionales (Coleman-Mesches y McGaugh, 1995a, 1995b; Coleman-Mesches, Salinas y McGaugh, 1996), otros trabajos no encuentran ese funcionamiento lateralizado en dicha estructura (LaBar y LeDoux, 1996; LaBar, LeDoux, Spencer y Phelps, 1995).
Pero, por otra parte, también cabe la posibilidad de que el origen de la asimetría se encuentre localizado en los propios hemisferios cerebrales, independientemente de las influencias recibidas desde las estructuras subcorticales. Es decir, las diferencias observadas en cuanto a la participación de ambos hemisferios en la emoción reflejarían las influencias específicas "de arriba hacia abajo" propias de cada uno de los hemisferios. El hecho de que el hemisferio izquierdo esté más implicado en el control de la manifestación automática propia del hemisferio derecho ha sido estudiado recientemente por Gazzaniga (1995), quien, utilizando pacientes con la lesión de "cerebro dividido", ha demostrado que, sorprendentemente, el hemisferio izquierdo es superior al hemisferio derecho, no sólo en aquellas actividades relacionadas con la capacidad lingüística, sino también en tareas no verbales que implican funciones de organización y de control. Igualmente, Gainotti (1993, 1996), ha llevado a cabo diversas investigaciones con el objetivo de comprobar la implicación diferencial de ambos hemisferios en la respuesta de orientación y en las respuestas emocionales, poniendo de manifiesto que el hemisferio derecho estaría relacionado con la responsividad automática, y el hemisferio izquierdo con la responsividad controlada o voluntaria.
Por otra parte, tratando de especificar más todavía la localización neurobiológica del control sobre la expresión y conducta emocionales, en algunos trabajos recientes se ha puesto de relieve la importancia capital de los lóbulos frontales. Así, se ha podido comprobar que las lesiones en los lóbulos frontales en general tienen una mayor repercusión negativa que las lesiones en las zonas temporales y parietales sobre el control de la manifestación emocional. Esta mayor repercusión se puedo apreciar, tanto en la expresión espontánea como en la expresión voluntaria de la emoción (Kolb y Taylor, 2000).
En última instancia, como parece desprenderse de la situación actual del tema en este campo, la aparición de resultados heterogéneos nos lleva a ser prudentes a la hora de establecer una delimitación localizacionista demasiado cerrada, ya que, aunque presumiblemente se están investigando las estructuras neurobiológicas que se encuentran implicadas en el control de la conducta emocional, el papel exacto que juega cada una de ellas sigue siendo ambiguo. Las hipótesis que con mayor frecuencia se utilizan a la hora de localizar la participación de los hemisferios cerebrales en las emociones son las siguientes:
a) El hemisferio derecho posee una marcada superioridad sobre el hemisferio izquierdo en el plano de la conducta emocional en general (Gainotti, 1989, 2000).b) Los dos hemisferios poseen una especialización complementaria para el control de los distintos aspectos relacionados con el afecto. En particular, el hemisferio izquierdo tendría un papel predominante para las emociones positivas, mientras que el hemisferio derecho sería predominante para las emociones negativas (Sackheim, Greenberg, Weiman, Gur, Hungerbuhler y Geschwind, 1982).c) La expresión emocional, al igual que el lenguaje, es una forma esencial de comunicación. El hemisferio derecho es dominante para la expresión emocional, de una forma similar a la superioridad que posee el hemisferio izquierdo para el lenguaje (Ross, 1984).d) El hemisferio derecho es dominante para la percepción de todos aquellos eventos emocionalmente relacionados, tales como expresiones faciales, movimientos corporales, etc. (Adolphs, Damasio, Tranel y Damasio, 1996).
En definitiva, el campo de investigación es amplio, las posturas teóricas variadas, y, lógicamente, los resultados heterogéneos. Estas limitaciones impiden el consenso acerca del papel concreto que juegan los hemisferios en general. Algunos autores, como LeDoux (2000a), señalan que hay que buscar alternativas metodológicas en el campo de la Neurobiología, yendo hacia la eventual localización específica de una zona cerebral concreta implicada en una emoción particular. Sin embargo, parece más prudente evitar cualquier aproximación excesivamente localizacionista en un ámbito como el de los procesos emocionales, habida cuenta de la cada vez más evidente existencia de una interacción entre procesos afectivos y procesos cognitivos.

Experiencia emocional
No queremos finalizar este apartado sin referirnos a uno de los aspectos más apasionantes en el campo de la Psicología en general, y de la Psicología de la Emoción en particular. Nos referimos al de la consciencia, que en el campo de la emoción adquiere las connotaciones de experiencia emocional. Es muy frecuente encontrar que, en la perspectiva basada en los componentes de la emoción, uno de sus componentes esenciales, tiene que ver con la dimensión subjetiva, genéricamente denominada experiencia emocional o sentimiento. Hay autores (LeDoux, 1996; Bradley y Lang, 2000) que en los últimos tiempos proponen que la experiencia emocional es simplemente un distractor que perturba el verdadero conocimiento del proceso emocional, el cual se refiere a la dimensión biológica de las emociones, vínculo que permite entender la propia evolución a través de sus características comunes en múltiples especies de la escala filogenética. En cambio, hay otros (Clore, 1994a; Damasio, 1994, 1999, 2000; Heilman, 1997, 2000) para quienes no se puede entender el conocimiento completo de un proceso emocional sin contemplar la relevancia de la dimensión subjetiva o experiencia emocional. Parece evidente que los diferentes puntos de vista reflejan la enorme complejidad que sigue revistiendo el concepto de emoción; pero, además, reflejan una controversia que siempre ha estado presente, y es la referida a la dificultad de hacer objetiva una información que pertenece a la subjetividad de cada persona. Al respecto, no obstante, Searle (1998) propone que la naturaleza subjetiva de la experiencia consciente no impide el intento de estudiarla científicamente. Defiende Searle que la creencia de que la experiencia consciente no puede ser estudiada científicamente se debe, en parte, al fracaso a la hora de distinguir entre epistemología (el modo que utilizamos para conocer algo) y ontología (la naturaleza de lo que está siendo estudiado). El hecho de que la consciencia es un fenómeno subjetivo, en primera persona (ontología), no impide que desarrollemos una serie de estrategias y procedimientos científicos objetivos (epistemología) para intentar aproximarnos a su conocimiento. De hecho, en algunos trabajos recientes se pone de relieve que el estudio de la consciencia está progresando de forma creciente, y está siendo reconocido como un objetivo científico legítimo (Crick, 1994; Hameroff, Kaszniak y Scott, 1996, 1998).
De entre los trabajos que en la actualidad mejor perfilan lo que tiene que ser el estudio de esta dimensión subjetiva, hay que citar los de Antonio Damasio. A grandes rasgos, las ideas del profesor Damasio pueden ser consideradas como una de las aportaciones más prometedoras en el campo de la Emoción. En los últimos años, Damasio ha dedicado un gran esfuerzo en su intento por localizar las bases neurobiológicas del sentimiento emocional. Hay que señalar al respecto que el interés de Damasio fue otro cuando inició sus trabajos, "encontrándose" con la emoción en el camino conducente a su objetivo. En efecto, Damasio (1989a, 1994, 1999) lleva tiempo tratando de estudiar el modo y el lugar en el que tienen lugar los eventos de consciencia.
Así pues, la teoría que plantea Damasio (1999) sobre la emoción, considera que este proceso parece un camino apropiado para llegar al objetivo de la localización y ubicación de la consciencia. Para Damasio, la consciencia es algo enteramente privado del individuo que la posee, que ocurre como parte de un proceso, también privado y personal de ese individuo, al que denominamos mente. Pero, por otra parte, la consciencia y la mente se encuentran íntimamente asociadas a las conductas externas que manifiesta dicho individuo. Esto es, cada individuo comparte estos tres fenómenos: mente, consciencia -como parte de la mente- y conductas observables. Por otra parte, la mente y las conductas observables se encuentran también directamente asociadas con el funcionamiento de ese organismo como un todo, específicamente con el funcionamiento del cerebro de ese individuo, con lo cual nos encontramos con una tríada básica -mente, cerebro y conducta observable-, que ha permitido el avance del conocimiento en los últimos años. En última instancia, la relación esencial se produce entre el cerebro y la mente. Ahora bien, como señala Damasio (1998, 1999), no se puede desarrollar una perspectiva integrada de la mente y el cerebro humanos si no consideramos el estudio de la emoción, y eso es posible, incluso probable, porque la actitud actual hacia la emoción en el ámbito de la investigación ha cambiado drásticamente.
En la actualidad, la emoción y la expresión de la misma representan las más directas manifestaciones de primer orden para entender la biorregulación de un organismo complejo, sobre todo cuando éste se encuentra inmerso en un ambiente con aspectos tan complejos como la cultura y la sociedad. Dicha regulación, que, en opinión de Damasio, no se puede entender sin apelar al papel vital que juega la emoción, posee las connotaciones de adaptación y supervivencia de los organismos que han alcanzado las más altas cotas de desarrollo, entre los que se encuentra, como es obvio, el ser humano. Pero, además, la emoción también juega un papel importante en otros procesos básicos directamente relacionados con la adaptación y la supervivencia. Así, por una parte, repercute de forma clara sobre los procesos de aprendizaje, consolidación y recuperación, de tal suerte que la unión entre emoción y memoria representa un incremento exponencial de las probabilidades que tiene un organismo de adaptarse y sobrevivir. Pero, por otra parte, también influye sobre los procesos de razonamiento y de toma de decisiones, desde las más sencillas hasta las más complejas. Este aspecto particular ha sido tratado por varios autores (Oatley, 1992; Thagard y Millgram, 1995; Thagard y Verbeurgt, 1998), quienes, a partir de los planteamientos de Damasio (1994), proponen una teoría emocional relacionada con la toma de decisiones. La emoción estaría directamente relacionada con la elección de aquella alternativa de respuesta que, desde un punto de vista biológico, mejor permite al organismo conseguir la adaptación. Incluso, como señala Lieberman (2000), cabría la posibilidad de pensar que esa influencia fuese más solapada, obedeciendo a ciertas formas de aprendizaje no consciente que ejercen su efecto a la hora de decidir "de forma intuitiva" la alternativa más ajustada a los objetivos que persigue el organismo. La emoción funcionaría como una especie de filtro que reduce apreciablemente la cantidad de información, optimizando aquellas alternativas de respuesta que, al menos aparentemente, mejor permiten al organismo adaptarse a las exigencias del medio ambiente. De hecho, argumentan los autores, actualmente se conoce el papel fundamental que juega la corteza prefrontal en la toma de decisiones; igualmente, aunque con ciertas reticencias, se propone que la amígdala es una estructura esencial en las emociones; por lo tanto, la unión entre la corteza prefrontal ventromedial y la amígdala podría configurar un circuito neurobiológico que permitiese defender la propuesta del papel que juega la emoción en la toma de decisiones. Ese circuito podría ser considerado como la estructura neuroanatómica implicada en la conexión entre emoción y cognición.
En suma, la emoción representa la más compleja expresión de los sistemas homeostáticos de regulación. Los resultados de la emoción se encuentran extraordinariamente vinculados a la adaptación y la supervivencia de todos los organismos que disponen de tales procesos. En cierta medida, Damasio (1998) está enfatizando la dimensión motivacional de las emociones, ya que llega a proponer que las emociones pueden ser también consideradas a lo largo de las dimensiones de aproximación-evitación o apetitiva-aversiva. Incluso, en un trabajo muy reciente (Damasio, 2000), el autor llega a proponer de forma más explícita que las emociones son "curiosas formas de adaptación que forman parte de la maquinaria con la que los organismos regulan su supervivencia..... (las emociones)....son mecanismos de regulación de la vida interpuestos entre el patrón básico de supervivencia y los mecanismos de la razón superior. Las emociones se encuentran siempre relacionadas con la homeostasis y la supervivencia....Son inseparables de los estados de placer y de dolor, de recompensa y de castigo" (Damasio, 2000, p. 20). A grandes rasgos, la teoría que propone Damasio (1994, 1999, 2000) se basa en los siguientes aspectos:
1.- Las emociones son definidas como patrones de respuestas químicas y neurales, cuya función es contribuir al mantenimiento de la vida en un organismo, proporcionando conductas adaptativas. Realmente, este importante papel de las emociones se fundamenta en el hecho de que las estructuras neuroanatómicas que sirven de base a los procesos emocionales son las mismas que se encargan de controlar y regular los estados corporales básicos mediante procesos concretos, tales como la homeostasis.
2.- Las emociones están biológicamente determinadas, siendo, por tanto, procesos estereotipados y automáticos. No obstante, la cultura y las experiencias e influencias que recibe un individuo a lo largo de su propio desarrollo, juegan también un papel importante. Dicha influencia se puede reflejar en el plano de los estímulos desencadenantes de una emoción, así como en el plano de la expresión emocional.
3.- Damasio distingue entre emociones primarias, emociones secundarias o sociales, y emociones de fondo. Las emociones primarias o universales son: felicidad, tristeza, miedo, ira, sorpresa y aversión/asco. Son las mismas que hace algunos años propusiera Ekman (1992a), y, en cierta medida, Damasio está fundamentando la propuesta en el carácter universal de las expresiones faciales de la emoción. Las emociones secundarias o sociales, también denominadas por Damasio "otras conductas", son: vergüenza, celos, culpa, y orgullo. Las emociones de fondo son: bienestar, malestar, calma, tensión, energía, fatiga, anticipación, desconfianza. La peculiaridad de este último tipo de emociones consiste en la naturaleza de los inductores, que suelen ser internos, y en el foco de la respuesta, que, esencialmente, es el medio ambiente interno del organismo.
4.- En cuanto a las estructuras neuroanatómicas implicadas en los procesos emocionales, de acuerdo con otros trabajos previos (Damasio, 1994; LeDoux, 1995, 1996), hay bastante acuerdo en cuanto a que el troncoencéfalo se encuentra implicado en prácticamente todas las emociones; el hipotálamo y la corteza prefrontal ventromedial parecen las estructuras que intervienen en la emoción de tristeza, aunque no intervienen en otras emociones, como la ira y el miedo; por su parte, la amígdala es la estructura implicada en la emoción de miedo. La corteza cingulada anterior también parece jugar un cierto papel en los procesos emocionales, concretamente estaría relacionada con la consciencia de la emoción. Existe una cierta coincidencia cuando se habla del sustrato neurobiológico de la experiencia consciente de la emoción, proponiendo que la corteza cingulada podría jugar un papel relevante. Así, en los trabajos realizados por el equipo de Schwartz (Lane, Reiman, Axelrod, Yun, Holmes y Schwartz, 1998; Lane, 2000), así como por otros investigadores (Vogt, Finch y Olson, 1992), se pone de relieve que la corteza cingulada, que es una estructura sumamente compleja, y con numerosas funciones, no sólo juega un papel relevante en la experiencia consciente de la emoción, sino que, además, esta estructura se encuentra implicada, entre otras funciones importantes, en la respuesta de dolor, en la conducta maternal, en el control autonómico, en los procesos de atención, y en la selección de respuesta (Vogt y Gabriel, 1993).
5.- La ocurrencia de un proceso emocional seguiría una sucesión de eventos, que se inician, bien con la detección de un objeto o situación mediante la percepción a través de los receptores, bien con el recuerdo de ese objeto o situación; en ambos casos, el resultado es la activación de los núcleos del troncoencéfalo, el hipotálamo y la amígdala. Luego, estas estructuras liberan hormonas de varios tipos en la corriente sanguínea, que se dirigen, por una parte, hacia diversas zonas del propio cuerpo, con lo que se modificará el perfil del medio ambiente interno, y, por otra parte, hacia distintas zonas cerebrales, tales como la corteza somatosensorial y la corteza cingulada, con lo que se modificará la señalización de los estados corporales en el cerebro. Al mismo tiempo, estas estructuras envían, de modo simultáneo, señales electroquímicas mediante neurotransmisores, por una parte, hacia las glándulas adrenales, que liberarán hormonas con repercusión posterior en el cerebro, y, por otra parte, hacia otras regiones cerebrales, tales como la corteza, el tálamo, y los ganglios basales, con lo cual se modificará el estado cognitivo, dando lugar a la eventual manifestación de conductas emocionales, así como a una particular forma de procesar la información.
En la teoría de Damasio cobra especial relevancia la relación entre sentimiento y emoción, siendo necesario distinguir entre ambas variables. Son dos términos que, como hemos reseñado en varias ocasiones anteriormente, han sido utilizados de forma intercambiable por distintos autores (sin ir más lejos, el propio James, 1884, 1890). También Damasio (1998) señala que, aunque se encuentran íntimamente asociados, no son la misma cosa. Concretamente, la emoción se refiere a una serie de respuestas que, desencadenadas desde zonas concretas del cerebro, tienen lugar en otras zonas del cerebro, así como en otras partes diversas del resto del cuerpo. El resultado final de tales respuestas es un estado emocional, que podría ser definido como el conjunto de los diferentes cambios corporales que experimenta el individuo en cuestión. Por su parte, el sentimiento se refiere al resultado del estado emocional, que, en palabras de Damasio, hace referencia a un complejo estado mental. Este estado mental incluye, por una parte, la representación de los cambios que están ocurriendo en el propio cuerpo, y que son representados en las correspondientes estructuras del sistema nervioso central, y, por otra parte, diversas alteraciones en el procesamiento cognitivo, que son el resultado de las repuestas cerebro-cerebro. Es decir, primero ocurre la emoción, cuyos resultados son de dos tipos: por una parte, hacia afuera, en forma de diversas conductas, fundamentalmente en forma de expresiones más o menos definidas, que sirven para comunicar a los demás nuestro estado interno; por otra parte, hacia adentro, en forma de experiencia subjetiva del estado emocional o sentimiento, que afecta a la dinámica del pensamiento en curso, y, consiguientemente, a las distintas actividades cognitivas y conductas varias del futuro inmediato. Dicho con otras palabras: el sentimiento de la emoción es la experiencia mental y privada de la emoción, mientras que la emoción es un conjunto de manifestaciones, algunas de las cuales son perfectamente observables.
Tanto la emoción como el sentimiento son susceptibles de investigación, aunque la emoción resulta bastante más asequible que el sentimiento, ya que el estímulo puede ser fácilmente identificable, pudiendo apreciar también que muchas de las manifestaciones o respuestas son externas, con lo que es mucho más viable la medida de las mismas.
En un trabajo posterior (Damasio, 1999), el autor señala más específicamente el proceso seguido desde que un estímulo desencadena un proceso emocional hasta que un individuo toma conciencia del sentimiento producido por dicha emoción. Así, el primer paso tiene que ver con un estado de emoción, que puede ser desencadenado y ejecutado de forma no consciente; el segundo paso tiene que ver con un estado de sentimiento, que puede ser representado no conscientemente; el tercer paso se refiere a un estado de sentimiento hecho consciente, que ocurre cuando un organismo conoce que está experimentando una emoción y un sentimiento. Este matiz, discutible o no, es importante en la teoría de Damasio, quien últimamente (Damasio, 2000) señala que, con el sustrato neural de la emoción, es suficiente para que ocurra un proceso emocional y el sentimiento asociado al mismo, entendiendo en este caso que el sentimiento hace referencia a una imagen mental. El proceso sería del siguiente modo:
(1) inducción de una emoción,(2) ocurrencia de cambios en el cuerpo y en el cerebro,(3) patrones neurales que representan los cambios en el organismo,(4) sensación o conversión del patrón neural en la forma de imágenes (sentimiento),(5) sentimiento del sentimiento, o conocimiento del sentimiento, que forma parte del proceso de consciencia.
A partir de la exposición que Damasio va realizando de la relación entre emoción, cerebro y consciencia, parece que los acontecimientos tengan que producirse de un modo concreto. Veamos.
En primer lugar, cuando se produce un estímulo -externo o interno-, la corteza sensorial mapea dicho objeto o situación -o lo hace el hipocampo si se trata del recuerdo de un objeto o situación-, produciéndose al mismo tiempo la activación de las estructuras neuroanatómicas que se encuentran relacionadas con la emoción -en opinión de Damasio, fundamentalmente, el troncoencéfalo, el hipotálamo y la amígdala.
En segundo lugar, la activación de estas estructuras produce tres efectos: ocasiona importantes reacciones autonómicas en el cuerpo; desencadena el envío de mensajes neurales a otras zonas del cerebro; junto con la corteza somatosensorial, produce el mapeo o representación de las reacciones somáticas que dichas estructuras han producido (junto con las áreas somatosensoriales, constituyen lo que Damasio denomina el proto-self).
Finalmente, con la participación de la corteza cingulada anterior, el tálamo, y, quizá, también los colículos superiores, se produce el mapeo del objeto junto con el siempre cambiante mapa del organismo. Este fenómeno concreto constituye lo que Damasio denomina "centro de la consciencia".
Las estructuras básicas (troncoencéfalo, hipotálamo y amígdala) parecen ser necesarias y suficientes para la ocurrencia de la emoción, pero no son suficientes para la consciencia de la emoción.
A nuestro modo de ver, la explicación de las emociones que ofrece Damasio es inconfundiblemente no cognitivista, pues se refiere al proceso emocional en términos de un conjunto de respuestas cerebrales, somáticas y conductuales, que ocurren tras la percepción o el recuerdo de un objeto. El caso es que también Descartes negó la naturaleza representacional de los estados emocionales, considerándolos como las sensaciones que tiene la mente de los eventos cerebrales, los cuales, a su vez, son causados por la estimulación sensorial (Descartes, 1649/1985, artículo 27). Por esa razón, como indica Mosca (2000), tras aproximadamente treinta años de investigación en Psicología Cognitiva, la teoría de Damasio se encuentra bastante próxima a los clásicos argumentos de James (1884, 1890). La diferencia entre ambos planteamientos se sitúa en el grado de conocimiento que ambos autores (James y Damasio) poseen acerca de la relación entre procesos emocionales y cerebro, siendo el de éste mucho mayor que el de aquél. Así, un problema importante en la argumentación de Damasio tiene que ver con la ausencia de una explicación clara del modo mediante el cual un sujeto, en un estado de activación autonómica, con contracciones viscerales, incrementos en su frecuencia cardíaca, etc., es capaz de encontrar una explicación a su estado o situación, sin la información derivada de la naturaleza del estímulo. Es decir, sin saber si la información que se está procesando de ese estímulo es relevante para el bienestar del sujeto. Esta laguna en la argumentación de Damasio es más evidente cuando el autor se refiere a las emociones secundarias o sociales. Como subraya Mosca (2000), uno no entiende cómo es posible sentir orgullo, vergüenza o culpa sin tener en mente la representación valorativa, no sólo del objeto, sino también, y esto es lo importante, de las situaciones complejas que dan lugar a tales emociones.
CONCLUSIONES
En suma, resumiendo los tres grandes ejes en torno a los cuales se acumula la mayor parte de la investigación neurobiológica actual, esto es, el del procesamiento de la estimulación emocional, el de la preparación de la respuesta emocional, y el de la experiencia subjetiva o sentimiento emocional, creemos que la dimensión neurobiológica es imprescindible en la tarea de conocer y comprender los procesos emocionales. De hecho, en este momento, la orientación centrada en la Neurociencia Cognitiva aporta soluciones importantes para entender los procesos de la Motivación y la Emoción, ya que combina argumentos e hipótesis procedentes de las aproximaciones neurobiológica y cognitivista. Ha habido, no obstante, una cierta reticencia a este tipo de planteamientos, mostrando dicha disconformidad mediante la defensa de una Neurociencia Afectiva, que tendría como objetivo el estudio de la neurobiología de la Emoción (Davidson y Sutton, 1995; Panksepp, 1998). Mediante la utilización de las modernas técnicas de neuroimagen, una de las metas importantes en este tipo de aproximación tiene que ver con la disección de la emoción en sus operaciones mentales más elementales, localizando el sustrato neurobiológico implicado en cada una de ellas. Ahora bien, como indican Lane, Nadel, Allen y Kaszniak (2000), este tipo de argumentos, siendo interesantes, no dejan de sorprender. La cuestión importante es dilucidar si con tales formulaciones se aporta algo al conocimiento del funcionamiento general del ser humano. De hecho, la designación de la Emoción como algo ubicado fuera de la Neurociencia Cognitiva puede significar la consideración de la Emoción como algo opuesto a la Cognición; es decir, puede dar la impresión de que se retorna a un antagonismo entre Emoción y Cognición. Podría significar la vuelta a un dualismo cartesiano que creíamos haber superado; de hecho, la tendencia que ha dominado en Psicología, como consecuencia de la influencia platonista, ha sido la consideración por separado de la Emoción. Sin embargo, la estrategia opuesta, la que parece que se va imponiendo de forma progresiva en nuestros días, es la de la síntesis, en virtud de la cual se intenta la consideración de las variables implicadas -Motivación, Emoción y Cognición- de una forma conjunta y combinada: interactiva. En este marco de referencia, nos parece pertinente traer a colación el planteamiento -sistemáticamente olvidado, en opinión de Lazarus (1999)- de John Dewey (1896), referido a la importancia del conjunto para entender el funcionamiento de una parte del mismo. Así, el funcionamiento "in vitro" de una célula aislada no es el mismo que el funcionamiento que muestra esa misma célula cuando permanece unida a la estructura de la que forma parte, ya que las influencias que recibe del resto de células representan un factor fundamental para entender cómo será su propio funcionamiento.
En última instancia, respecto a la aportación de los argumentos neurobiológicos, parece clara la implicación de la amígdala y de los hemisferios cerebrales. Cada una de las estructuras implicadas juega un papel definido en los procesos emocionales, y, aunque la postura más prudente podría hacernos pensar en un funcionamiento conjunto del sistema nervioso central, entendido éste como un todo organizado, nos parece pertinente sugerir algunos comentarios específicos para cada una de las dos estructuras reseñadas.
Así, por una parte, en cuanto a la participación de la amígdala en la emoción, estamos convencidos de que es uno de los temas que más investigación acapara en los últimos años. Tal como indican diversos autores (LeDoux, 1993; Hirschfield y Gelman, 1994; Damasio, 1998), parece bastante confirmado el papel de la amígdala en el procesamiento de la información emocional, tanto en seres humanos como en sujetos de otras especies. Este hecho reviste una trascendencia especial, pues, como indica Gainotti (2000), podría pensarse que la amígdala tiene una contribución selectiva relacionada con la valoración (appraisal), con lo cual se aclara un poco más el papel preciso de la amígdala en el ser humano. La amígdala podría ser importante en la emoción, ejerciendo un papel integrador del procesamiento cognitivo y de la significación emocional, pudiendo preparar las respuestas inmediatas apropiadas a la situación. Es decir, la visión de la amígdala como una estructura específicamente implicada en los procesos emocionales podría ser reconsiderada, planteando que, al menos en el ser humano, dicha estructura posee funciones emocionales y cognitivas, con lo cual se enfatiza, de nuevo, la clara interacción entre procesos afectivos y procesos cognitivos.
En nuestra opinión, las aportaciones de LeDoux (1996, 2000a, 2000b) son fundamentales para entender la neurobiología de las emociones, al menos de la emoción de miedo. La localización de la amígdala como estructura clave para procesar la información y para preparar la respuesta apropiada en la emoción de miedo representan un avance significativo en el conocimiento de los procesos emocionales. Sin embargo, nos parece pertinente llamar la atención sobre algunos aspectos que pueden distorsionar el papel de la amígdala, así como la relación entre cognición y emoción. Así, siguiendo a LeDoux (1996), la visión de una serpiente puede activar una respuesta de evitación antes de que esa persona sienta miedo, porque la estimulación que llega hasta el tálamo es enviada hasta la amígdala, y dicha estructura, antes de recibir la correspondiente información desde la corteza sensorial específica -en este caso, la corteza visual-, procesa la estimulación y activa una respuesta inmediata. En realidad, como indican algunos autores recientemente (Hardcastle, 1999; Clore y Ortony, 2000), la diferencia temporal entre la estimulación que llega a la amígdala desde el tálamo -vía corta- y la que llega desde la corteza -vía larga- es tan sólo de escasos milisegundos. Para ser exactos, desde los transductores auditivos hasta la amígdala, pasando sólo por el tálamo, la información tarda sólo 12 milisegundos aproximadamente, mientras que si esa misma información va desde el tálamo hasta la corteza, y desde ahí hasta la amígdala, el tiempo que se invierte es de aproximadamente 24 milisegundos. Este hecho, verificado empíricamente en múltiples ocasiones, ha dado lugar a que se defienda la ausencia de cognición en esta forma básica de análisis de la información y preparación de la respuesta apropiada. Sin embargo, como señalan algunos autores (Bargh, 1997; Robinson, 1998), el hecho de que no exista consciencia del proceso de valoración que se lleva a cabo no significa que dicho proceso no exista. Una cosa es la consciencia de una emoción y otra el procesamiento cognitivo implícito en el proceso emocional. Si asumimos, tal como hoy se admite, que le emoción representa una respuesta a la significación atribuida a un evento percibido, no hay más remedio que proponer la existencia de un proceso de valoración previo a la ocurrencia de una emoción. En este tipo de propuestas emocionales actuales, la cognición tiene que ver con la construcción, mantenimiento, manipulación y uso de las representaciones del conocimiento (Mandler, 1984). Las emociones pueden implicar cognición por debajo de los umbrales de la consciencia.
Además, cabría también la posibilidad de argumentar que la manifestación externa de una respuesta similar a la que ocurre cuando se siente miedo pudiera no significar necesariamente la existencia de dicha emoción de miedo. Es decir, la respuesta inmediata derivada del procesamiento de la información desde el tálamo hasta la amígdala podría tener exclusivamente las connotaciones de respuesta de evitación, y no necesariamente de miedo. Esta conducta de evitación tendría categoría de respuesta de preparación de la auténtica respuesta conductual de miedo, que ocurriría sólo en aquellas situaciones en las que la información que llega hasta la amígdala desde la corteza, que, recordémoslo, se encuentra ya mucho más elaborada tras el análisis detallado de la significación que ha tenido lugar en estas zonas de asociación, confirma que el evento o estímulo implicado puede ser peligroso para el organismo, y amenaza su equilibrio e integridad. Además, siguiendo con la situación que propone LeDoux, imaginemos que, tras apartar los matorrales, en vez de aparecer una serpiente, vemos que en el suelo hay un pequeño pájaro herido: probablemente, la respuesta inmediata que aparezca en este caso sea también de evitación rápida. Podríamos sugerir que es muy probable que la respuesta de evitación ante las dos situaciones teóricas -visión de la serpiente y visión del pájaro- sea bastante similar. ¿Hablamos de miedo en ambos casos? Es uno de los aspectos interesantes a debatir. De hecho, es éste uno de los actuales focos de interés para algunos autores (Whalen, 1998; Pecchinenda, 2001), quienes argumentan que la amígdala podría perfectamente ser considerada como una estructura implicada en el procesamiento de la estimulación con connotaciones afectivas, y no de forma exclusiva con la estimulación relacionada con la emoción de miedo. La amígdala podría formar parte de un sistema de vigilancia que se activa cada vez que ocurren eventos ambiguos con una posible relevancia biológica para el organismo. En este marco de referencia, en algunos trabajos (Gaffan, 1992, 1994) se argumenta que cabe la posibilidad de que la amígdala se encuentre implicada, de modo general, en las situaciones que implican asociación con recompensa. O, como también señalan Dolan y Morris (2000), podría pensarse en la posibilidad de localizar circuitos específicos implicados en emociones concretas. En cualquiera de los casos, la amígdala parece una estructura lo suficientemente importante en el ámbito de la emoción como para seguir profundizando en su conocimiento. Queda por dilucidar si su participación se encuentra específicamente asociada a la emoción de miedo, o si, de forma más general, cabe la posibilidad de considerar que juega un papel destacado en toda aquella estimulación con connotaciones afectivas.
Por otra parte, en cuanto a la participación específica de los hemisferios cerebrales en las emociones, parece claro que cada uno de ellos cumple una función concreta en la interpretación y en la expresión de las mismas. Los conocimientos que actualmente se poseen permiten defender la existencia de una cierta lateralización hemisférica para entender el control emocional. La lateralización emocional, referida al hemisferio derecho, podría ser más evidente en el ámbito de la expresión emocional, adquiriendo por lo tanto connotaciones de comunicación social. Sin embargo, parece necesario considerar más minuciosamente dicha participación, delimitando la relevancia estricta de las distintas zonas intra hemisféricas, así como el papel que juegan ciertas estructuras subcorticales, tanto diencefálicas como troncoencefálicas. Si tenemos en cuenta estas apreciaciones, sería pertinente ampliar la estricta, a la vez que clásica, diferenciación funcional de cada hemisferio en las distintas características que conforman los procesos emocionales, incluyendo también las funciones diferenciales de las zonas anteriores y posteriores de cada hemisferio en las emociones, pues la simple perspectiva de la lateralidad no parece suficiente para entender las complejas interacciones que se producen entre dichas zonas.

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MESOGRAFÍA

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